Arte y crítica contemporáneos


Tomás Caballero





La crítica tradicional ante la multiplicación del arte


Desde finales del siglo XVIII se fue desarrollando en la cultura europea, de un modo más o menos complejo, el concepto de una práctica cuya importancia sería capital para la sociedad: la crítica. Al menos desde el impacto de la obra de Kant en la filosofía de finales del siglo XVIII, comenzó a considerarse el ejercicio de la crítica como un instrumento vital para distinguir, juzgar y reformular la variada gama de objetos culturales y productos del saber presentes en la sociedad, tanto los procedentes de la ciencia y de las instituciones como los surgidos en el interior de la práctica social y cultural más común. No es que esta práctica de la crítica careciera de antecedentes en la historia, pues el concepto procedía inevitablemente, como poco, de la interpretación escolástica medieval. Sin embargo, la gran innovación de la crítica moderna consistía en su flexible metodología: su método era perfectamente coherente con la estabilidad del instrumento de medición, que debía permanecer más o menos invariable y conferir un cierto valor uniforme a sus mediciones y resultados; y para ello ya no dependía de un canon esencial previo del que surgieran las claves de su aplicación: «[L]a crítica no existe más que en relación a otra cosa distinta a ella misma: es instrumento, medio de un porvenir o una verdad que ella misma no sabrá y no será».[1] La crítica moderna tenía la pretensión de corregirse a sí misma (autorreflexión) a fin de dominar la multiplicidad de fenómenos del saber surgidos en el ámbito público o social, tanto como la propia gama de movimientos culturales o sociales que las llevaban a cabo y que se sucedían, ya fuera desde el origen, en la primera modernidad, como en el transcurso de lo que fueran los sucesivos momentos de emergencia del complejo siglo XX. Para ello partía de un método autocrítico, susceptible de reformular su propio modo de análisis, incluso las capacidades mismas del analista, del sujeto. De modo que la estructura formal de las tres críticas kantianas sentó las bases de una práctica de no poca importancia social, pues gracias a ellas se podrían consensuar no sólo las verdades del conocimiento y de la moral, sino incluso la opinión, el gusto y el criterio estético públicos: el diálogo social.[2]


No obstante, esta autorreflexiónfue arrastrada por una necesidad trascendental y no permaneció constante en la historia de la crítica. Las críticas kantianas del conocimiento y de la moral, en su vinculación con la verdad, prescindieron de la dimensión autorreflexiva.[3] La crítica, tal como la hemos conocido hasta hoy, permaneció reducida a uno solo de los campos de la experiencia, y sólo a una de las críticas de Kant: la que se ocupaba de la facultad de juzgar y, en último extremo, del arte, del gusto, de lo cotidiano. De un modo más concreto, la crítica se aplicó en el seguimiento de los productos de opinión que afectaban al juicio del sujeto individual, y no a los productos de saber relacionados con la verdad y con el sujeto más universal. Éstas resultaron, por tanto, sus constantes de análisis, las de la creación libre: el autor, la obra y la crítica del espectador del arte, organizadas por el «gusto» del «sentido común estético». La última crítica de Kant permanecía abierta, pero quedaba condenada a un simple uso autocrítico del individuo, y para un segmento de objetos determinado (no muchas cosas podían ser arte). Para dinamitar del todo el proceso, y no tardando mucho, la autocrítica estética fue desplazada hacia el tribunal de los iniciados, y la «tradición de las Bellas Artes y de la Filosofía» confinaron la estética kantiana en la forma hegeliana de la «muerte del arte», negando al arte la capacidad para originar cualquier atisbo de verdad, y regalando a la crítica y a la experiencia estética el glorioso reino de la ficción. Aunque esta apelación a su incompetencia sirvió precisamente para confirmar la libertad autocrítica del arte, y la del sujeto individual implicado en ella (estamos a las puertas del romanticismo), ambas terminaron condenadas al gueto de lo particular e individual: para Hegel, las únicas verdades que podían gobernar las sociedades modernas eran las leyes y las máximas universales determinantes; [4] por ello, el interés del arte no estaba regido por ninguna ley ni por ninguna máxima, sino ligado al ánimo y la sensación, condenado a ese gueto, libre, pero disperso en la falta de racionalidad. Comprensiblemente, dadas esas carencias de verdad, la sociedad no era favorable al arte, aunque permitiera que viviese en el reducto de la imaginación del espíritu humano. En el fondo hablamos de la custodia del espacio más misterioso de todos, el cajón de sastre en el que la sociedad guarda sus incertidumbres y sus expectativas más secretas: el ámbito del tiempo transformador, pero la crítica quedo enterrada hasta casi principios del siglo XX. Continuó su camino, sí, gracias a la capacidad de juzgar, pero confinada en el gueto de la sensibilidad individual, testigo de un distanciamiento entre la vida social y la personal que se hizo cada vez más evidente a lo largo del siglo XX. Pronto tendría que abrirse de nuevo a los márgenes.



Hasta el primer cuarto del siglo XX, y a pesar de las continuas contracciones habidas en la práctica artística y en el mundo del arte, la crítica se fue desdoblando y siguió, más o menos en abanico, el itinerario de unas obras cada vez más complejas, en el ejercicio de su valoración e interpretación. A pesar de la letanía hegeliana y de la rigidez del mundo académico, el arte fue funcionando en su confinamiento, sometido en general a la disciplina y al servicio de los intereses instrumentales del poder, y sumido en una experiencia sensible marginal. Pero no murió. Aquí vemos la importancia de la crítica en la calidad de vida del arte, los efectos de su incompetencia en la destrucción o en el mantenimiento de éste, pero también podemos apreciar la distancia que existe entre ambos, la independencia y autonomía del último. Al final, llegó el momento en que las herramientas teóricas comenzaron a ser incapaces de medir los objetos estéticos (ya más individualizados) y de mantener unos resultados coherentes; comenzó a ser necesario analizar el arte en relación con nuevos descubrimientos técnicos y nuevas metodologías científicas, tanto como relacionarlo con las nuevas ciencias sociales y con sus nuevos públicos de masas, incómodos ante la idea de autoridad y ante el hermetismo del genio, sometidos a la experimentación técnica y a la improvisación social. El divorcio, o la incomprensión, entre el mundo académico y el universo del arte moderno comenzó a convertirse en un abismo. Algunos críticos, como Walter Benjamin, observaron en su momento la tendencia de la «tradición artística» a mutarse en «público», la tendencia de la obra «aurática» a multiplicarse en «indeterminados fetiches», y la inercia del «gusto o sentido común estético» a transformarse en «apreciación de diversos conjuntos de individuos».[5] Unos cambios que se debían a la influencia creciente que las transformaciones técnicas (la fotografía y el cine) habían ejercido en la actividad artística, y al espectacular crecimiento de una población urbana que había comenzado a desarrollar un gusto localizado en grupos, clases o sectores especializados. La multiplicación se aceleró hasta el punto de que, mediante una
evidente transformación de las herramientas creativas, el «público» podía convertirse ya en un verdadero productor, consumidor e intérprete de las «obras de arte», a menudo al margen de la tradición artística y de la crítica oficial. En efecto, habían surgido unos autores, unas obras y un público nuevos que se fueron desarrollando, y que poco a poco llegaron a estar plenamente incorporados en los múltiples ámbitos de la producción artística.


Haciendo un amplio paréntesis en el tiempo, podemos decir que ese fenómeno se extendió, en el terreno del arte, hasta finales del siglo XX, momento en el cual la obra de arte terminó mutando en concepto y se fundió con el público, al tiempo que el autor se convertía en obra teatralizada e indistinguible de los otros ámbitos, separado de su trabajo como si éste tuviera un ser independiente, al tiempo que el público emergía como una verdadera obra de arte, transformadora de cualquier sentido predeterminado en el soporte del arte… De hecho, en la actualidad, el arte permite ya unos niveles de conexión y de hibridación inimaginables en otros tiempos, incluso fundidos con disciplinas antaño ajenas al arte, procedentes tanto de las ciencias naturales como de las ciencias humanas. Este clímax de diversificación que ya se venía gestando desde comienzos del siglo XX estalló de un modo definitivo en los años setenta, se multiplicó exponencialmente y teorizó de modo masivo en los ochenta y terminó por cristalizar como una verdadera crisis en los noventa, mientras ponía contra las cuerdas a una disciplina que durante gran parte del siglo XX había carecido de crecimiento ante los cambios producidos en el mundo del arte. La crisis actual del arte, por tanto, es más una crisis de la crítica que una crisis del arte. Y si bien en el arte moderno sufrió una etapa de ambivalencia, ahora tiene una verdadera necesidad de reconfiguración.


Sin embargo, es posible que en todo este tiempo la crítica haya permanecido en un segundo plano, paralizada por sus prejuicios y por la carga de un pasado que la determinaba. Precisamente a la luz de este problema, y en relación con una cierta amnesia de la crítica respecto de su origen como instrumento autorreflexivo, persisten dos respuestas (y en el fondo sólo una) al problema de la diversificación del arte. En primer lugar, se da la posición de quien sigue considerando válido e invariable el esquema tradicional de la crítica (sólo útil para la denominada «sensibilidad», y cerrado en sus pretensiones de ir más allá: «el individuo no contiene verdad, sólo es una potencia del espíritu»); en este caso, se atribuye al arte contemporáneo la confirmación de esa muerte hegeliana, situándolo en un callejón sin salida en el que más vale no analizar nada, puesto que las obras contemporáneas son algo opuesto al objeto artístico tradicional, y lo sucedido en ellas es también algo diferente al arte. Se daría así una fragmentación que negaría a las obras contemporáneas las herramientas tradicionales de la crítica, obligándolas a ser analizadas con métodos improvisados y no contrastados, hechos, por así decirlo, a la medida de los nuevos objetos, los nuevos conceptos y las nuevas experiencias del arte. A todas luces, esta circunstancia rompería la continuidad metodológica de la historia del arte y de la historia de la crítica, en un abismo infranqueable entre dos épocas, puesto que la producción artística es en la actualidad imparable. En este caso, el arte contemporáneo quedaría tal vez como un producto de consumo, parecido a los de ámbito más general y sesgado en su potencialidad y profundidad. La segunda respuesta prescindiría de la crítica y del arte tradicionales y haría «borrón y cuenta nueva» en el ámbito de una práctica, prescindiendo voluntariamente del aparato tradicional y de las herramientas de la historia del arte, mientras asume la absoluta novedad del arte actual como algo diferente e indiferente a todo, fuera del tiempo y cerca del análisis de los medios de comunicación, un nuevo mundo artístico más anecdótico, inserto en la forma descriptiva, competitiva y espectacular de la publicidad, en referencia a un objeto de consumo fungible, comercial y catalogable. En este último caso, la transición también está vetada, pues el pasado sería un producto del olvido. Cualquiera de estas dos posiciones, que en el fondo son la misma, termina por ser presa del abandono y de la falta de interés por nuestro mundo actual. Y eso a pesar de que muy posiblemente la experiencia estética sea una de las más importantes áreas de conocimiento de nuestro mundo contemporáneo.


Pero ¿es tan diferente y sacrílego el arte contemporáneo como para no poder trazar puentes al pasado, como para no poder ofrecerle a éste un presente? ¿Son tan estables la teoría del arte y la estética tradicionales como para no necesitar hacer su propia revolución interna y tomar de nuevo contacto con una práctica artística que los desborda? ¿Es tan diferente nuestro mundo? Tanto en el arte como en el pensamiento, nada surge de la nada: todos los días encontramos ecos de la obra de creadores del pasado en obras actuales, así como también encontramos ecos del pensamiento clásico, o de no muy reciente creación, en autores contemporáneos. Y es bueno que así sea. Desde la complejidad de nuestro presente, es posible que la tarea de conectar el pasado con el mundo actual sea titánica, pero también es cierto que sin una actitud abierta a la enciclopedia cultural común que procede del pasado y que llega hasta hoy, que sirve tanto para hacernos «más familiar el presente» como para «actualizar nuestra memoria», es posible que sigamos sin explicarnos qué está pasando en el mundo del arte, y por ende, en el mundo actual. [6] Por tanto, no estaría de más ayudar a la crítica a recuperarse de la amnesia, tal vez invitándola a que se replantee algunos de sus presupuestos. Para dar simplemente unas pinceladas en el intento de restablecer una actitud positiva que aspire a romper la discontinuidad de las dos épocas, podría ser útil repasar algunas ideas del ámbito de la estética. Intentaremos trazar un posible perímetro del problema, para recuperar finalmente la idea de «crítica».


 


Distinguir una obra de arte


Uno de los puntos de mayor controversia del arte actual es la discusión sobre el estatuto de la obra de arte. ¿Qué es una obra de arte?, ¿y qué no lo es? Al margen del interés de la pregunta, es decir, del maniqueísmo con el que está formulada, y de si esa pregunta es del todo adecuada a su objeto o no, pues nadie se atrevería a juzgar la existencia de algo que ya existe, podríamos establecer, de modo previo, un mapa inicial en el que situar eso que se denomina comúnmente «obra de arte», es decir, algo que podría servir como escenario a esa experiencia u objeto cultural. A la hora de dibujar ese mapa, podríamos hablar de tres grandes esferas implicadas en la experiencia estética: el público, como receptor in extremis de la obra, en la forma de un individuo singular o de toda una tradición cultural (hoy en día puede ejercer la crítica tanto un experto como un consumidor); la materia de la obra, incluso en su vertiente más camaleónica y versátil, sometida a una indefinida proliferación conceptual o gaseosa; y por último, y no menos problemático, el artista, el cada vez más complejo mundo del artista, ámbito híbrido de disciplinas, tecnologías, puntos de vista, grupos, estilos y modos de vida.


Al menos de partida, en una disciplina estética contemporánea, el criterio debería estar contenido en el interior de esas tres esferas: necesitaría estar abierto a todas las posibles apreciaciones del público, seguir el rastro de las múltiples manifestaciones artísticas, y ser capaz de valorar como artistas a los diferentes tipos de creadores. En cierto modo, el juicio estético del crítico de arte contemporáneo debería hacerse eco de todos los artistas y de todas las obras, pero inevitablemente también del espectador, puesto que en éste convergen y cristalizan los juicios del público, tanto los del profano como los del letrado, en un lazo que une el criterio del artista, el juego de la obra y la interpretación compleja que hace el lector del conjunto mediante su capacidad crítica. El criterio del artista, así como la experiencia de la obra o la percepción compleja del público, ponen en conexión a la sociedad con la actividad creativa, mediante una interpretación; y esta interpretación es precisamente el objeto del crítico, el objeto que éste debe saber encontrar y verbalizar en su trabajo. Una crítica que no sea doctrina tiene la obligación de descender a la arena del público, y máxime cuando las obras contemporáneas presentan un proyecto abierto por parte del artista que pretende despertar múltiples referencias en el espectador. En su potencialidad artística, ya sea buscada por el autor o extraída por parte del público, la obra necesita ser interpretada y contiene implícita su indefinición.[7] Para Miquel Molins, la obra pone de manifiesto tanto su objeto como su desdibujamiento, e incluye en sí misma una importante ambivalencia: presenta un dominio del principio y lo subvierte: manifiesta una disyunción. El espectador individual es necesario en ese juego porque encaja como pieza diferencial en esas diferencias estéticas que la obra establece respecto al principio más general. A pesar de que el individuo, y el crítico, necesiten elevarse a los principios artísticos generales para conocer el juego estético implícito en la obra.


La crítica, por tanto, no puede estar dominada por sus prejuicios, aunque éstos se hallen fundados en un saber más o menos justificado, pues terminaría por hablar más de sí misma que de la experiencia estética. Utilizando lenguaje wittgensteiniano, la crítica nunca podría «tirar la escalera» con la que hace el análisis (sin ella, jamás podría bajar de las alturas). Durante el último siglo XX surgió la «sospecha de que hay algo en la racionalización y quizás incluso en la razón misma que es responsable del exceso de poder […] ha habido toda una crítica al positivismo […] que tiene el objetivo de hacer aparecer los lazos entre una presunción ingenua de la ciencia, por una parte, y las formas de dominación propias de la forma de sociedad contemporánea, por la otra».[8]


Para delimitar un poco más el escenario del juicio estético, no estaría de más recurrir a la clasificación de Hans Robert Jauss de los planos estéticos. Según él, el autor, el receptor y la obra pueden identificarse en los diferentes planos de la poiesis, la catharsis y la aesthesis,[9] es decir, que la obra parece quedar cosida en una especie de alianza ternaria entre intencionalidad del autor, posibilidades de interpretación del lector y juego estético potencial de la obra, en un triángulo de fuerzas no poco complejo.[10] Si ponemos en relación los tres planos y establecemos sus límites recíprocos, podemos ver que todos convergen unos en otros; en efecto, la obra no puede valorarse sólo por la intención del artista, pues la interpretación de ésta evoluciona social y geográficamente en el tiempo, fuera de control del autor; así mismo, tampoco puede valorarse en exclusiva por la interpretación del público, pues la obra está conectada con una tradición histórica de la que forman parte tanto el artista como ella misma, y que hace de catalizador del conjunto, ya sea de un modo más marginal o más integrador; del mismo modo, el artista también debe enfrentarse con un medio que puede en gran medida determinar sus intenciones, aunque el medio tampoco se determinante de la obra de un modo exclusivo. Así, podríamos continuar tejiendo este espacio entre planos…, podríamos decir, por ejemplo, que la obra tampoco es el eje único, ya que sin el contacto con el público y sin la atribución a un artista o a una tradición podría pasar absolutamente desapercibida o interpretada de un modo aleatorio (la obra no puede considerarse como un reflejo del mundo de la observación sin más, pues pertenecería entonces en exclusiva al mundo de los objetos; por el contrario, es necesario cultivarla para extraer de ella todas sus potencialidades).


Dando un paso más, nos situaríamos en el centro de una obra de arte desdoblada, por así decirlo, en tres posibles sentidos con los que conectar los tres planos señalados: un sentido intencional marcado en la obra por parte del artista; un sentido inconsciente del artista pendiente de descubrir, inmerso éste en la cultura y en la sociedad, pero también impregnado en el soporte de la obra y sujeto a análisis y estudio en comparación con otros materiales presentes en ella; y, por último, un sentido no previsto u obtuso, más característico del azar y del trabajo aportado por el lector mismo o por los diversos microgrupos sociales o culturales que estén en contacto con la obra, y no menos importante, dada la complejidad de nuestro mundo actual. El acercamiento a la obra por parte del lector contendrá cierto deseo de desvelamiento, y el desvelamiento será producido por la insinuación que la obra genere y por la capacidad de interpretarla de ese lector.[11] La interpretación resultante de la crítica debería jugar, por tanto, con los tres planos, de un modo global y no reduccionista, y no descartar nada que proceda de alguno de ellos, ni hacer girar la obra sobre alguno de ellos en exclusiva. La crítica, entonces, tendría que desplazarse entre los tres planos. Es probable que para dar la bienvenida a una obra en el mundo del arte sea imprescindible encontrar un trazado que enlace todos los elementos en una relación, en lo que podríamos denominar «explicitación del criterio de una obra». Y es evidente que podrán generarse relaciones interpretativas plurales e incluso contradictorias. Pero ese problema no será el de la aceptación de la obra como «obra de arte», sino el de las propias tensiones en la bioestética interna de esa obra. Si la obra quiere ser algo más que un signo muerto, tiene que dejar pasar una multiplicidad social por su interior; si quiere permanecer, tiene que dejar pasar el tiempo y soportar diferentes interpretaciones y juicios, tiene que mostrar que la vida continúa con independencia de ella, tal vez como el Angelus Novus de Klee citado por Benjamin. Para Miquel Molins, la clave de interpretación de una obra de arte debe ser su presente, el desarrollo biográfico de los presentes que se van sucediendo en ella. [12] El protagonista en el arte contemporáneo sería, por tanto, el acontecimiento, el instante interpretativo de esa experiencia estética, el tiempo de presencia capaz de dejar pasar el tiempo. Nada incomprensible o irracional, aunque parezca lo contrario, pues en la temporalidad estética habría una triple referencia: la obra estaría ubicada en la tradición, estaría empapada de presente y estaría orientada al futuro.


De este modo, también se abre la posibilidad de un intercambio simbólico entre todos los participantes en la experiencia estética, pues la crítica dialoga, más que emitir recetas. Para poder ejercitar la crítica de un modo libre, ésta debe ser contemporánea de los presentes de la obra y de las interpretaciones posibles de ésta. Por eso, a la pregunta de «¿Qué es una obra de arte?», podemos contestar con otra: «¿Qué cantidad de arte puede extraerse de ese objeto o de esa experiencia cultural?, ¿durante cuánto tiempo?», y a la pregunta de «¿Qué es la crítica?», podríamos responder «¿Qué cantidad de interpretaciones podemos tener de esta obra?».




Alcance de la crítica y grado de profundidad de la obra


El problema de la valoración y de la interpretación de una obra se convierte en el problema de su permanente comparación con otras obras y con ella misma en un proceso que incluye su archivo enciclopédico, o su memoria, y un tratamiento de su riqueza en diferentes momentos y a diversos grados de profundidad. Dada la multidimensionalidad de las obras de arte actuales, ¿sigue siendo necesario un criterio estético definitivo para todas ellas, un cierre en el nivel de profundidad? ¿Tiene sentido la expresión «crítica estética definitiva»? Respecto al público y a la crítica, hablamos de la cocina viva de la cultura, y no de juzgar la existencia aislada, congelada y definitiva de uno de sus platos. El arte contemporáneo se comporta como el psicoanálisis: su análisis es interminable, una constante recreación.[13]
Para algunos críticos, la crítica consiste en una interpretación múltiple y continuada que se puede aplicar en diferentes ámbitos de análisis: periodístico, histórico, filosófico…, todos ellos compatibles y recíprocamente comunicables en el archivo «biográfico» de una obra. Para otros, sólo tiene importancia alguno de esos ámbitos y contemplan la necesidad de una valoración definitiva.


Hablando de la personalidad y de la biografía de una obra, podríamos marcar distintos niveles de profundización y análisis, todos ellos susceptibles de participación en la causa común de desvelarla o hacerla crecer. Parece obvio que, a medida que un producto cultural se vaya interpretando, más relaciones se podrán establecer entre él y mundo en el que está inmerso, de modo que una obra irá configurando su biografía personal, no sólo en cuanto a permanencia en el tiempo, sino en cuanto a los vestidos con los que puede mostrarse al mundo. Y no sólo poniéndolo en comparación con otras obras de la misma tendencia, estilo, nacionalidad, problemática, etc., sino también con otras posibles lecturas, objetos y utilizaciones en el ámbito cultural más general. Eso explica por qué un objeto de la Antigüedad o de la Prehistoria puede adquirir valor artístico, pero también por qué un objeto de uso común puede ser utilizado como obra de arte, y también por qué una gran obra puede ser reinterpretada a la luz del uso y de la percepción de ella que tienen los diferentes grupos sociales. [14]
Respecto a las obras, es posible que el paso del tiempo y el análisis sólo sirvan para modular el valor, más que para certificar si algo puede tenerlo o no. Y por ello no es posible tampoco determinar el tiempo límite de interpretación de ninguna obra, ni su caducidad: en el juego de preguntas y respuestas de la interpretación se conformará un círculo hermenéutico que llevará al analista, al espectador y al autor a una transformación de sí mismos y a un autoconocimiento: la obra interpretada no les conducirá a una verdad, sino a una interpretación permanente. Y este proceso no tiene porque ser erróneo. La crítica necesita asimilar esto.


Por tanto, en ese entramado, el crítico será sólo un catalizador de la obra, un momento de su biografía, una parte de ella _el espectador también será un crítico en potencia, pues su intervención en la obra será una interpretación que servirá de espejo para la crítica del crítico.[15] De ese modo, la obra viajará a nuestro presente, se actualizará, se traducirá y se volverá a traducir: el comentario elevará el saber de una obra, pero no su valor absoluto. Es cierto que, en la tradición del mundo del arte, quien más sabe de arte más razones da,[16] y éste es el punto en que la recepción de la obra conecta con la historia de las manifestaciones artísticas y, del mismo modo, también el punto en que se muestra que quien más sabe de arte puede comprenderlo mejor y apreciar mejor las múltiples sugerencias que pueden extraerse de una obra. Esto parece indudable. Pero tal vez por eso la consecuencia más interesante que podemos extraer de ello es la potencial ilustración estética que



podría lograrse gracias a una crítica que, en lugar de reducir aristas de una obra, incorpore todas las posibles versiones, sin excluir ninguna. Una crítica que recrimine una posible extracción de valor por parte de un espectador ya está errando en su cometido. Por eso, como experto preparado para interpretar y dar luz a los significados del arte, el crítico debe saber ponerse en el lugar del espectador, y como tal no podrá prescindir (ni parece necesario que lo haga) de la experiencia personal que ambos puedan tener de la obra. Esto mismo afectará al público, ya que éste también está obligado a hacer de crítico, si quiere poder interpretar mejor la obra, y no sólo consumirla. Decididamente, al margen de que se dé una gradación de miradas y una diversidad de planos, la valoración del arte debe ser capaz de incorporar, sobre la base de la idea de interpretación, un nutrido catálogo de lecturas que abarquen desde la ortodoxia filosófica hasta el comentario periodístico, y desde la superficialidad del consumo a la erudición del experto. No parece posible extrapolar uno de los planos del comentario (el filosófico, el periodístico, el histórico), como tampoco uno de profundidad (el profano, el aficionado, el experto).




Pero ¿cómo enlazan entonces las historias del individuo y la sociedad?


Se pueden plantear, no obstante, algunos problemas respecto a la apertura del criterio y, por tanto, respecto a la excesiva flexibilidad de este tipo de crítica, su conformismo o volatilidad. El archivo es bueno, sí, pero ¿cómo discernir el grano igualitario de la hojarasca manipuladora? Es muy probable que la respuesta ocupe el centro del problema ético de la crítica. No en vano, la crítica es «el movimiento por el cual el sujeto se atribuye el derecho de interrogar a la verdad acerca de sus efectos de poder y al poder acerca de sus discursos de verdad», a tenor de lo que también decía Kant en su texto de 1784, en el que definía «la Aufklärung en relación con un cierto estado de minoría de edad en el cual sería mantenida autoritariamente la humanidad», estado que debía ser suprimido por la ilustración para «hacer crecer de alguna manera a los hombres, precisamente [ante] la religión, el derecho y conocimiento».[17] Es posible que un método que extienda hasta el punto que hemos comentado su abanico de análisis, corra el riesgo de no discernir nada, y deje de ser crítico. Pero curiosamente resulta que gran parte de las manipulaciones a las que puede estar sometido el individuo en el contexto de ambigüedades, confusiones y excesiva indiferenciación del criterio, tienen que ver precisamente no con una excesiva amplitud del análisis, sino con la parcialidad de éste, con la falta de explicación de los fenómenos, con el recorte de contextos, con la ausencia de información y con un deficiente contraste ante los posibles puntos de vista de un objeto, una experiencia, un proceso o un concepto; y eso, cuando no tengan que ver con la mentira directa y despiadada. En la actualidad, la posible aleatoriedad de un análisis tiene que ver fundamentalmente no con lo disparatado de un criterio, sino con la negativa a contrastarlo con cualquier otro. ¿No tiene cierta similitud este concepto con el poder de dialogar?


Probablemente nos tengamos que plantear hasta que punto los efectos perniciosos de esa falta de precisión crítica derivan de la propia necesidad del mercado de agitar en su beneficio el mar de la complejidad, y de acelerar o decelerar las interpretaciones en favor suyo. Nunca ha sido una razón de peso rechazar algo por que contenga contradicciones; más bien han sido estas contradicciones las que han dado vitalidad a cualquier explicación o decisión. Quien se camufla entre las contradicciones es un sofista, pero no sólo los sofistas agitan las contradicciones, también lo hacen los cínicos, y en muchas ocasiones como espectadores y participantes. Es muy posible que los diferentes efectos de valor de una obra, y la necesidad de encontrar criterios definitivos, estén sometidos a la necesidad mercantil de aislar el valor económico o político y operar con él, puesto que anular o desvalorar una obra, un artista o un movimiento puede elevar el valor de otros, y reconducir el mercado de los consumidores o de las ideas en una dirección diferente. Esto también afectaría al condicionamiento ideológico. Pensemos en lo que sucede cuando la crítica discurre de una forma más abierta y enciclopédica, teniendo en cuenta las diversas voces, y en lo que ocurre cuando la crítica corta, confunde las lecturas o ensalza el valor como si de un fiscal se tratara. En un caso, el valor se reparte socialmente, en otro se concentra; en un caso se discute, en otro se atesora como si fuese el secreto de un poder imparcial. Del mismo modo, el arte es diferente a la publicidad, no se consume por completo en su verdad en el presente para dar paso a nuevos valores de futuro, no tiene que consumirse y desaparecer en su obviedad para ofrecer un ulterior resultado de excelencia o de éxtasis místico. La fugacidad del arte es de otro tipo: la gran burla del arte es su intermitencia, su irregular constancia temporal, la carcajada que impide que lo podamos consumir del todo. Si una obra no tiene pretensión de durar, probablemente esté al servicio de intereses extraartísticos: su urgencia será su mentira; por el contrario, aquella que asume su fugacidad, y con ella se enfrenta al tiempo, a sabiendas de que va a perder, consigue que algo de ella permanezca. Por eso, la crítica de arte debe estar en sintonía con la potencialidad crítica del propio arte, y ésta reside de alguna manera en lo que éste hace con el mundo mismo: dejar abiertos el campo y el deseo, abierto el flujo del tiempo, y que la obra crezca en él. La crítica es honestidad ante el paso del tiempo, como el diálogo. El arte que pervive permite que respiren los tres estadios: lanza cabos al pasado, al presente y al futuro, presenta una tensión con el espacio y con el tiempo de su época y también con el espacio y con el tiempo de todas las épocas pasadas y futuras.


Dejemos nuestra reflexión en un punto que nos permita volver al origen de nuestro problema: «Sean cuales fueren los placeres o las compensaciones que acompañan a esta curiosa actividad de crítica, parece que comporta con bastante regularidad, casi siempre, no sólo una exigencia de utilidad, que ella invoca, sino también una suerte de imperativo más general que le sería subyacente – imperativo más general aún que el de excluir los errores–. Hay algo en la crítica que tiene parentesco con la virtud. Y, de una cierta forma, aquello de lo que quería hablarles era [de] la actitud crítica como virtud en general».[18]



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Notas


1  Michel Foucault, «¿Qué es la crítica? (Crítica y Aufklärung)», Sobre la ilustración, Madrid, Tecnos, 2006. p. 5.


2  He aquí una de las no inusuales referencias de Foucault a la obra filosófica de Kant, confesión incluida de su deuda con el pensador alemán: «En relación con la Aufklärung, la crítica será a los ojos de Kant lo que dirá al saber: “¿Sabes bien hasta dónde puedes saber?”. […] en lugar de que otro diga “obedece”, […] cuando nos hayamos hecho del propio conocimiento una idea justa, […] ya no tendremos que oír el obe­dece; más bien, el obedece se fundará sobre la autonomía misma». Ibidem, p. 13.


3  Gerard Vilar, «Razón sin fondo: la transformación pragmática de la estética kantiana», Barcelona, En­raonar 36, 2004, p. 156.


4  G. W. F. Hegel, Lecciones sobre la estética. Madrid, Akal, 1989.


5  Walter Benjamin, «La obra de arte en su época de reproductibilidad técnica», en Discursos Interrumpidos I, Taurus, Buenos Aires, 1989.


6 «L’art contemporani ens ha posat desafiaments de gran abast per als quals no tenim eines prou satis­factòries». Gerard Vilar, «La comunicació en l’art contemporani. Nous i vells problemes de l’estètica filosòfica», Barcelona, Anàlisi 29, 2002, pág. 173. «La crítica avui està en procés d’adaptar-se a un públic que potser, més que la seva autoritat, en vol ins­truments per fer les seves pròpies experiènces de l’art i la seva pròpia crítica». Ibidem, pág. 172.


7 Conferencia en el curso de postgrado Pensar l’art avui. Barcelona, Fundaciò Miró, 2006.


8 Michel Foucault, «¿Qué es la crítica? (Crítica y Aufklärung)», en Michel Foucault, Sobre la ilustración, Madrid, Tecnos, 2006. p. 5.


9  Hans Robert Jauss, Pequeña apología de la experiencia estética, Barcelona, Paidós, 2002.


10  Para Jauss, la poiesis sería la intencionalidad artística, la idea previa; la aesthesis, el canal de enlace de la obra, la experiencia estética misma, y la catharsis, el sentido de la obra añadido por las nuevas visiones: en el caso del público, el valor de la obra estaría marcado por su pervivencia en la sociedad y por su trans­formación histórica, por su evolución pública.


11 El ejemplo más claro de presencia de un sentido inconsciente en la obra se encuentra en el surrealismo, aunque podría encontrarse en cualquier obra o movimiento artístico. Y en relación con el sentido no pre­visto, podríamos recurrir al libro de Roland Barthes, Lo obvio y lo obtuso, para ver múltiples ejemplos de ello, pero el hecho de la posibilidad por parte del público de interpretar de diferentes maneras una obra, muestra cómo, lejos de ser un capricho, hay elementos en una obra que ponen de manifiesto la existencia de ese sentido obtuso. De esto habló detalladamente Joan Minguet en una conferencia del curso de post-grado Pensar l’art avui. Barcelona, Fundaciò Miró, 2006. 12


12  Esta idea podría aplicarse también a la idea de paralax planteada por Foster en El retorno de lo real, como un crisol que se forja mientras envejece. Tanto para el analista como para la obra misma, la obra se va construyendo como una sucesión de presentes actualizados en el interior de un posible archivo de conocimiento y de experiencia de ésta. Hal Foster, El retorno de lo real, Madrid, Akal, 2001.


13  Hal Foster, op. cit.


14  Según Arthur Danto, a partir de las Brillo Box de Andy Warhol cualquier cosa puede ser una obra de arte, pero la existencia de los ready mades y la vitalidad de su práctica en la sociedad señalan no sólo la potencialidad de cualquier obra de arte, sino también su potencial biografía crítica. La interpretación de la obra es clave para ofrecer llaves con las que leerla, y no hasta su extenuación, sino para acompañarla desde múltiples perspectivas y en el sucesivo transcurrir de su existencia.


15  El libro de Danto Mas allá de las cajas Brillo es el texto fundacional de esta idea, que no es importante sólo por el alcance analítico del crítico, sino por la incorporación de la crítica en la obra, como parte suya.


16 Gerard Vilar, Las razones del arte, Madrid, La Balsa de la Medusa, 2005.


17  Foucault, op. cit.. pp. 10-12.


18  Foucault, op. cit. p. 5.