EL SITIO DEL ARTE
ALGUNAS REFLEXIONES SOBRE LA DOCUMENTA 12
Jèssica Jaques & Gerard Vilar


La más inteligente de las tres preguntas: “¿Es la modernidad nuestra antigüedad?” (Ist die Moderne unsere Antike?), es una inquisición urgente, ineludible y profundamente comprometedora para la teoría del arte contemporáneo. Sin embargo, lo único que genera es el tufillo museístico, dispendiando obras de los sesenta y los setenta por aquí y por allá que más parecen flores secas en jarrones de porcelana barata que las raíces robustas que pudieran o no pudieran ser. Hay un pobre Oteiza perdido en los calores del Aue-Pavillon, una fotografía del maravilloso y benjaminiano Angelus Novus de Klee en la escalera central del Fridericianum a modo de Pantocrátor rescatado de un templo arruinado, un Richter poderoso en plan de a ver quien encuentra el tesoro y un Manet dispuesto con tanta discreción que juega a ¿dónde está Wally?.

La tercera pregunta, de ecos leninianos: “¿Qué hay que hacer?” (Was tun?), apuntando al futuro, resulta casi entrañable, puesto que uno se imagina a un mal imitador del gigante de Königsberg dando saltitos con un aro y un palo en la mano en el camino que lleva del Fridericianum a la Neue Galerie, con su levita, su coletilla al aire, unos zapatos que le aprietan demasiado los pies y gritando “¿Qué debo hacer?, ¿Qué debo hacer?”. Pero resulta que en la Neue Galerie, al igual que en las otras sedes, hay más piezas vociferantes que apabullan con qué es lo que no se debe hacer artísticamente hablando que piezas discretas que ofrezcan nuevas rutas experimentales con atisbos de solvencia artística.




El arte tiene dotes prestidigitadoras cuando trabaja desde la transfiguración y, especialmente y según la expresión de Arthur Danto, desde la transfiguración de lo banal. Es así que en Dogone (1996), Agassa (1997), Citoyenne (1997) y Moon (2003), cuatro esculturas de Romual Hazoumé dispuestas con suma gracia en una de las paredes del Aue–Pavillon, convierten con ingenio un bidón en una araña o en una máscara africana, efecto visual conseguido igualmente con un cántaro de cobre y una regadera de plástico. La broma es divertida, y la propuesta relacional que ofrece caracteriza al arte que ha conseguido a transfigurar lo común y corriente desde Duchamp: la atribución de artisticidad a un objeto cualquiera comporta, por una parte, su transforamción ontológica y, por otra, la reflexión sobre los límites de nuestra percepción y las posibilidades efectivas de su transgresión.

La solemnidad de la pieza anterior contrasta con el mal gusto explosivo y estupendo de la instalación Siegesgärten (Aue–Pavillon) y de los ventiún collages fotográficos del mismo nombre (Neue Galerie) de Ines Doujak. Como en el caso del cayuco de bidones partidos, su objetivo es también el de la denuncia de los abusos de las nuevas formas de colonización, en este caso de la biopiratería. La efectividad de la instalación es rotunda, gracias a la perturbadora tensión que se genera entre los dieciséis apacibles metros de jardincillo dispuesto en una plataforma metálica y las provocativas cartelas de estética postkitsch y de temática mayoritariamente de fetichismo sexual que sustituyen a las que habitualmente indican los cuidados requeridos por las plantas.








Al final de todo, para decir la verdad, echamos muy en falta una invitación para comer o cenar en El Bullí para reponer las fuerzas estéticas invertidas en tantos días invertidos en recorrer todas las exposiciones. Pero ahí parece que los buenos propósitos democráticos de esta Documenta han acabado derrotados por los negocios serios y los privilegios de los elegidos.
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