Modos de estetización y

valores morales en el arte[1]


María José Alcaraz León

Department of Philosophy-University of Sheffield

 

Trataré de abordar la cuestión de la estetización dentro del marco de la relación entre arte y moralidad. En particular trataré de mostrar en qué sentido el fenómeno de la estetización puede ser un defecto moral en las obras de arte y en las representaciones en general, situando la cuestión dentro del debate actual sobre la relación entre aspectos morales de las obras de arte y su valor artístico en general.

En los últimos treinta años se ha recuperado una concepción de la apreciación artística que reconoce un lugar central a las respuestas o juicios morales como parte de la misma [2]. Frente a los así llamados esteticistas o autonomistas -que defenderían que la actitud estética es la única actitud pertinente a la hora de apreciar una obra de arte-, varios autores han mostrado, creo que con éxito, que la experiencia artística, aunque estética, es más compleja e incluye juicios que van más allá de los meramente estéticos; más aún, la experiencia artística es una en la que los rasgos que podemos llamar estéticos y otros de tipo moral o cognitivo están íntimamente ligados de tal modo que en nuestra valoración general de una obra las razones en juego no son exclusivamente de tipo estético. Nada de esto implica, sin embargo, -como algunos de los defensores del autonomismo estético parecen asumir- que la apreciación artística pierda su carácter autónomo o que estemos instrumentalizando la obra de arte y juzgándola simplemente por sus cualidades morales o cognitivas. La concepción de la obra de arte y de su apreciación que de algún modo estoy asumiendo aquí reconoce la variedad de aspectos que forman parte de la apreciación. Esto, sin embargo, en nada afecta a la idea de que la apreciación posea un carácter autónomo o a la de que la obra tenga valor como tal y no un valor derivado de su valor moral o cognitivo.
Decir que otros valores además de los estéticos forman parte de nuestra apreciación no significa que valoremos la obra solo en función de esos valores, simplemente es reconocer que en la experiencia apreciativa todos ellos juegan algún papel y todos ellos son relevantes [3] para comprender correctamente la obra.

Una vez reconocido este punto, que asumiré en el resto de mi exposición, la cuestión central dentro de este debate ha sido determinar qué relación existe entre los defectos y las virtudes morales de una determinada obra y su valor artístico en general. ¿Es una obra de arte mejor cuando es moralmente virtuosa? Y, viceversa ¿es el valor artístico de una obra menor cuando ésta es moralmente defectuosa?

En realidad, para responder a esta pregunta tenemos en primer lugar que haber llegado a algún acuerdo acerca de algo más básico; esto es, hemos de saber a qué llamamos defecto y virtud moral en el arte. Es posible que algunos de estos defectos morales sean del tipo que podemos atribuir a otro tipo de representaciones [4] (como cuando decimos que una determinada obra cosifica, objetualiza o instrumentaliza a cierto grupo, clase o género). Incluso pueden ser defectos que señalamos con términos normalmente reservados a la descripción del carácter humano; como cuando caracterizamos a una obra como soberbia o arrogante, sentimental o ñoña. Ahora bien, ¿existe un grupo de defectos morales que las obras de arte pueden poseer qua obras de arte? ¿O son sus virtudes y defectos morales del mismo tipo que podemos  hallar en otros contextos donde una representación, o un acto de comunicación, tiene lugar? ¿Son los defectos morales de las obras de arte tan amplios como las funciones que éstas pueden desempeñar? Y finalmente ¿hay en el arte un espacio para la inmoralidad que no estamos dispuestos a conceder en la vida real? Mi respuesta provisional a estos interrogantes es que los defectos que en general podemos atribuir a las obras de arte no son exclusivos de estas. Sin embargo, a veces, justamente porque el status artístico parece conceder cierta inmunidad al objeto apreciado, estos defectos morales parecen beneficiarse de dicha inmunidad y así hacer el mal sin que se note demasiado.

Aún así, parece que podemos señalar un tipo de defecto moral íntimamente ligado al arte o al menos ligado a la actitud que el arte supuestamente reclama; éste defecto sería justamente el de la estetización. Este será el punto central al que espero llegar aunque primero me gustaría ahondar un poco más en la cuestión de a qué llamamos defecto moral en arte o qué tipo de defectos morales podemos reconocer como posibles en el arte.


Qué es un defecto moral en el arte


Creo que la cuestión como tal ha sido abordada solo secundariamente. En general, como ya he señalado, la cuestión central que ha ocupado a los autores contemporáneos ha sido la de examinar qué relación existe entre nuestra valoración moral de una obra y su valor artístico. Normalmente esta caracterización reposa sobre alguna noción de en qué consiste un defecto moral en arte y, así, por ejemplo, Noël Carroll [5] considera que una obra de arte es moralmente defectuosa cuando confunde nuestro entendimiento moral y mezcla nuestras emociones morales. En parte su caracterización depende de una concepción de la ficción narrativa como poseyendo justamente una capacidad clarificatoria de nuestras emociones morales. Cuando ésta cualidad de la ficción se ve violada o usada impropiamente, la obra resulta moralmente reprobable. Berys Gaut [6], por su lado, considera que una obra de arte es moralmente defectuosa cuando prescribe una respuesta moral hacia los eventos representados que es inmerecida por estos. Por ejemplo, si una obra presenta a un villano como mereciendo admiración por parte del lector, la obra es moralmente defectuosa en tanto que prescribe una respuesta inmerecida por el personaje, ya que es un villano (un villano muy malo, suponemos)

    Ahora
bien, ¿agotan estos defectos las objeciones morales que podemos hacer ante una obra? y, más aún, ¿son las obras que nos confunden moralmente o las que prescriben respuestas inmerecidas siempre moralmente reprobables? A menudo, reconocemos el valor de algunas obras que “confunden” nuestras emociones o tambalean nuestras creencias morales precisamente porque en el proceso mismo de revisarlas adquirimos nuevas capacidades y perspectivas de las que carecíamos. Del mismo modo, parece que existe cierto exceso en la generalización de Gaut de que las respuestas inmerecidas por los eventos representados pero demandadas por la obra constituyen un defecto moral de la misma. Pero, ¿qué es una respuesta inmerecida? ¿Es toda respuesta inmoral una respuesta inmerecida? ¿O viceversa?

En primer lugar, Gaut parece confundir en ocasiones el hecho de que una respuesta sea inmerecida con el hecho de que sea inmoral. Por ejemplo, es inmoral admirar a un asesino, por tanto las obras que parecen requerir ese tipo de respuesta serían moralmente defectuosas porque exigen al espectador que respondan inmoralmente, y por tanto, inmerecidamente, al personaje. Pero esta identificación no es del todo válida. Parece, por más que ciertas tendencias moralistas nos hagan pensar lo contrario, que ciertas respuestas pueden ser a la vez adecuadas e inmorales; es decir, adecuadas en tanto que son justamente el tipo de respuesta que la situación reclama, pero a la vez inmoral porque efectivamente el espectador ha de reaccionar inmoralmente ante dicha situación. Por ejemplo, algo puede producir risa pero a la vez es inmoral que la provoque (el ejemplo de las dos señoras en la parada del autobús) [7]. O, por poner otro ejemplo, un asesino puede provocar admiración a pesar de que condenemos moralmente sus acciones; quizá nuestra admiración se debe a  que es un personaje muy inteligente quien, a pesar de cometer crímenes continuamente, nos parece posee una gran capacidad de observación y de juicio del entorno, etc. Así es posible que una respuesta sea merecida pero inmoral [8]. No deberíamos reír ante las dos señoras un poco pasadas de peso que replican el anuncio que tienen tras de si, pero la situación lo merece; y no deberíamos admirar al asesino, pero es tan inteligente que no podemos sino seguirlo con curiosidad y admiración (y si encima es guapo…).

Por otro lado, podemos preguntarnos si el hecho mismo de provocar respuestas inmorales es algo inmoral en sí mismo. A mi parecer, la frecuencia con la que esto sucede solo muestra que podemos responder inmoralmente en más ocasiones de las que estamos dispuestos a reconocer. Además, alguien podría muy bien provocar tales respuestas con un buen fin; por ejemplo, que adquiriéramos auto-conocimiento sobre nuestras propias reacciones y sensibilidades morales. Así, parece que ni si quiera provocar respuestas inmorales es algo que en sí mismo sea moralmente reprobable (a no ser que tengamos, por ejemplo, certeza de que estamos simplemente siendo manipulados)

Volvamos a Gaut, una vez que hemos mostrado que responder con admiración ante el asesino puede no ser un defecto moral de la obra porque la emoción es merecida ¿Qué sería entonces una respuesta inmerecida? Parece que con los ejemplos mencionados al menos se pone en evidencia que responder adecuadamente no es solo una cuestión de tener “buenos” sentimientos sino de que éstos sean adecuados al objeto hacia el que se dirigen. El problema es que esos objetos o situaciones suelen ser especialmente complejos en las buenas obras de ficción de manera que el lector ha de habérselas con una variedad de respuestas emocionales de las que no siempre está seguro sean compatibles con la visión que tiene de sí mismo. Si la obra logra presentarnos a un personaje, que dado su historial bélico deberíamos repeler, de un modo tal que resulta atractivo y  admirable, entonces, la respuesta no es inmerecida por más que en general los asesinos no deban ser los objetos de nuestra admiración. Creo que disolver este problema de la apreciación recurriendo a una jerarquía de valores morales no ayuda demasiado (por ejemplo, diciendo que antes que admirado, el asesino es rechazado moralmente por su cualidad asesina); y creo también que, en el fondo, semejante recurso trata de ocultar un conflicto cuya permanencia como tal contribuye beneficiosamente a la obra. Es porque dicho conflicto entre admiración y rechazo se pone en evidencia en algunas obras por las que las consideramos especialmente valiosas.

Algunos tratan de resolver el conflicto diciendo que es uno que solo puede darse en la ficción pero no en la realidad y que, dado que en nuestra apreciación de la ficción no hay involucrados estados mentales reales, no debemos preocuparnos demasiado por la admiración que sentimos por el asesino; después de todo no es admiración lo que sentimos sino algo así como una quasi-emoción llamada quasi-admiración [9]. Podemos admirar al asesino porque de algún modo estamos protegidos por el hecho de que es una ficción y de que no estamos admirando “realmente” a un asesino; estamos, según la terminología al uso, quasi-admirándolo o haciendo como si lo admiráramos. Así, dado que las emociones que experimentamos en nuestra apreciación de la ficción no son emociones reales, sino algo así como quasi-emociones, podemos resolver sin problemas este conflicto aparente entre las emociones que experimentamos hacia el asesino y la reacción moral de rechazo que deberíamos tener ante semejante individuo. No sé hasta que punto pueda ser cierto que cierto tipo de reacciones (estas quasi-emociones) hacia ciertos eventos solo sean posibles dentro del marco de la ficción [10]. Parece que al menos hay algunos casos en los que dejaríamos de reír o de admirar si alguien nos dijera que lo que estamos viendo no es ficción sino realidad. Pero no creo que la explicación sea del todo válida. Dejando a un lado los problemas que puede conllevar negar que las emociones que experimentamos ante la ficción sean genuinas, no parece que esto solucione nuestro problema anterior. Y creo que no es capaz de solucionarlo porque el problema es uno que se nos presentaría también en la vida real si nos encontráramos con personajes como los de las novelas. Dicho brevemente, este conflicto entre ciertas respuestas positivas que podemos experimentar hacia ciertos eventos o personas que, por otro lado, identificamos como moralmente reprobables no es exclusivo de la ficción. No es que sea un fenómeno ubicuo pero a veces ocurre: tanto en la ficción como en la realidad encontramos personajes que son a la vez admirables, por unas razones, y moralmente culpables, por otras.       

Dicho esto, parece que el criterio ofrecido por Gaut para determinar cuando una obra es moralmente reprobable en tanto que obra de arte resulta insuficiente, pues puede haber otras formas de error moral en las que una obra de arte puede incurrir, como hemos señalado al inicio. De otro lado, hemos visto que la noción de respuesta inmerecida está formulada de tal manera que identifica respuesta moral con adecuación; sin embargo, numerosos ejemplos muestran que la adecuación está regida por razones que no son exclusivamente de carácter moral y que, por ello, la identificación resulta perniciosa. Ahora bien, Gaut tendría razón al menos en una cosa: hay obras que presentan ciertos eventos o personajes de una forma inmerecida y generan, o pretenden generar, con ello respuestas igualmente inmerecidas en la audiencia. Y tiene razón, además, en que esto constituye un defecto moral en la obra qua obra de arte ¿Cómo distinguir estos casos de aquellos otros en los que simplemente nos encontramos en el desafortunado conflicto de admirar al asesino o de reír ante la muerte de Little Nell [11]?
  Francamente no lo sé y me temo que la respuesta no puede formularse de manera general. Dadas las concesiones que he ido haciendo estoy al borde de reconocer como experiencias válidas y valiosas de las obras de arte, algunas en las que ciertos aspectos inmorales de nuestro carácter pueden no solo ser adecuados sino, incluso, poseer cierto valor –aunque sea un mínimo valor de auto-conocimiento. Pero, al mismo tiempo, sería deseable trazar una línea entre estas experiencias a las que les reconocemos cierto valor y esas otras generadas por obras en las que, si no en el momento de su recepción o de manera inmediata, reconocemos la intención de manipular nuestras emociones o de generar respuestas inmerecidas por el tipo de eventos representados. Probablemente el modo de discernir entre unos casos y otros requiere de una gran capacidad de discernimiento a la vez moral y estético, aunque me temo que esto no ayuda demasiado a resolver nuestro problema.

Quizá un forma de enfrentar el problema sea buscando una formulación más simple. Hasta ahora, y en parte por seguir dentro del estado del debate contemporáneo sobre el tema, hemos hablado de los defectos morales de las obras en términos de las respuestas que provocan en los lectores y espectadores. El carácter merecido o inmerecido de estas respuestas ha sido el rasero con el que hemos medido la cualidad moral de estas obras. Sin embargo, como ya notamos al comienzo, las obras de arte parecen poseer defectos morales que sobrepasan los dos criterios establecidos por Carroll y Gaut. Quizá estamos perdiendo de vista defectos más básicos como, por ejemplo, mentir o manipular. Esto es algo que las obras de arte pueden hacer en tanto que son representaciones (o, al menos, es algo que las obras de arte que son representaciones pueden hacer; dejo a un lado la cuestión de si todas lo son.)

Una obra puede mentir acerca de algo o presentarlo de manera injusta, puede igualmente embellecer algo que carece de los atributos de la belleza o afearlo. Creo que tal vez explorando esta capacidad del arte para mentir o decir la verdad podemos encontrar el hilo que nos lleve a distinguir también los casos anteriores. Pero de momento, dejaré esta idea como mera hipótesis para mostrar hasta qué punto la estetización de ciertos eventos tanto en el arte como en otro tipo de representaciones constituye un defecto moral de éstas justamente porque es una forma de mentir sobre lo representado, aunque no solo es eso como veremos.

He dicho que una obra puede ser moralmente reprobablemente cuando miente sobre aquello de lo que trata. No digo que lo sea en todos los casos pero parece indiscutible que en ciertos casos una obra es moralmente defectuosa porque miente. Claramente existen casos en los que la obra puede mentir acerca de algo pero en los que no formamos el juicio de que la obra sea moralmente reprobable por ello. Por ejemplo, si estamos leyendo una novela histórica o viendo una película de este género no creo que culpemos a éstas por mostrarnos a un personaje específico con una hermosa cabellera cuando en realidad padecía una alopecia galopante o por situar una villa un poco más al oeste de su verdadera posición geográfica. Los ejemplos de mentira en literatura no son exclusivos de los géneros históricos, sin embargo. En una obra de ficción que se sitúa la acción en el siglo XVIII resultaría extraño encontrar a un médico usando la penicilina para curar a su desesperado paciente de sífilis. En este caso pensaríamos que o bien el autor no está bien informado acerca de la historia de la medicina o que está introduciendo información errónea. Pero estos casos no parecen preocuparnos demasiado y si nos preocupan no lo hacen hasta el punto de atribuir un defecto moral a la obra por ello. Veamos otros ejemplos más controvertidos.

Una película nos presenta al ejército nacional y a Franco como una persona admirable que liberó a España de los malvados “rojos”. Es falsa pero lo hace bien. El director presenta los hechos de tal manera que más que un levantamiento ilegítimo contra un gobierno elegido democráticamente, el inicio de la guerra fuera el comienzo de un glorioso retorno de los valores que habían abandonado a España. Podríamos decir que estamos ante un caso de mentira histórica pero, de nuevo, no tenemos por qué circunscribir nuestros ejemplos a casos históricos. Así, por ejemplo, cuando desde la crítica feminista se caracteriza a una determinada obra por presentar a la mujer como un objeto o cuando se denuncia la representación de una determinada raza o grupo bajo ciertos rasgos humillantes se está implícitamente apelando a la falsedad de ese tipo de representaciones. Finalmente –aunque no estoy segura de haber agotado la lista- ciertas representaciones pueden mentir estetizando [12] aquello de lo que tratan; el defecto aquí es doble  porque consiste en falsear algo para normalmente satisfacer alguna función ulterior que normalmente está oculta.

He dicho anteriormente que mi propósito era aproximarme a la noción de estetización como un posible modo en el que las obras de arte pueden mentir. Mi intención es mostrar de este modo cómo las variedades de los defectos morales en el arte son más amplios de lo que los análisis disponibles parecen recoger. Pero deberíamos decir algo más sobre en qué consiste estetizar y por qué aparece en mi análisis aliado al vicio de la mentira.

Parece que el término tuvo uno de sus primeros usos en el epílogo del ensayo La obra de arte en la época de su reproducibilidad técnica (1936) de W. Benjamín; no tanto para referir al arte o alguno de sus aspectos como para referir al un fenómeno situado más bien en las antípodas –o eso se pensaba; Benjamín nos habla allí de la estetización de la política que estaba llevando a cabo el partido Nazi. El proceso que trata de describir y denunciar Benjamín es el de paulatina transformación del ámbito de lo político en un espacio estético –un espacio en el que se anteponen las respuestas emocionales a las razones. 

Si el uso de las palabras hereda algo de su origen, no parece que el que nos ocupa ahora augure nada bueno. De hecho, sus usos más comunes que abarcan tanto contextos artísticos como extra-artísticos -como cuando se denuncia la estetización de la violencia en las películas de Tarantino o la de los niños hambrientos fotografiados para National Geographic- no parecen tener connotaciones positivas en absoluto.

Podemos decir que estetizamos algo cuando le otorgamos una apariencia que no le corresponde con el fin de hacerlo más atractivo o cuando presentamos un objeto para su apreciación estética a pesar de que dicha actitud no resulta la más adecuada para el objeto en cuestión. Parece que el término estetización tiene que ver con dotar de atributos estéticos a algo que en principio no ha de ser –o no debe ser- experimentado estéticamente, bien porque el objeto no ha sido concebido con ese propósito, o bien porque resulta inadecuado experimentar estéticamente algo que requiere de nosotros, antes que una respuesta estética, otro tipo de respuesta o actitudes. Estetizar tiene que ver también, dada la afinidad entre lo estético y el arte, con presentar algo como si fuera arte, como si fuera del tipo de objetos que podemos apreciar por su cualidad artística y no primordialmente por otros aspectos, como su procedencia o uso habitual. Finalmente, no se trata solo de que al estetizar algo lo estamos presentando para un tipo de apreciación que no le corresponde, sino que al hacerlo normalmente se están manipulando algunas de las condiciones de su recepción o el objeto mismo.

Hasta cierto punto puede ser útil distinguir entre una forma de estetización pasiva y una estetización activa. La primera consistiría en la mera presentación de una situación u objeto para su apreciación estética a pesar de que éstos no sean, en principio, del tipo de objetos que deban ser experimentados estéticamente -por ejemplo, porque no han sido producidos con la intención de ser apreciados estéticamente sino con otra bien distinta. Así, podemos señalar la exposición S21 -celebrada en el MOMA en el año 1997 y que consiste en una serie de fotografías de algunas de los prisioneros que inmediatamente después iban a ser asesinados en los campos de exterminio del régimen de Pol Pot en Camboya- como un ejemplo en el que se estetiza un objeto que en principio no estaba destinado a ser experimentado por su cualidad estética precisamente. Más adelante volveré a este ejemplo.

El otro tipo de estetización que quiero distinguir sería la activa. En ésta no solo se trata de proporcionar un marco de apreciación estético, sino de trabajar de manera intencional algunos de los aspectos estéticos del objeto o evento que se estetiza. La intención última es que podamos contemplarlo estéticamente en un sentido en el que el placer en lo percibido sea central. Así, disfrutamos con las escenas de violencia de Tarantino y con la belleza de la imagen de hileras e hileras de favelas en la fotografía de la revista National Geographic. En el caso de la estetización activa encontramos cierta elaboración de los rasgos de la representación. La composición, el ritmo musical, un uso de la cámara que emula la forma de enmarcar propia del cómic, etc. contribuyen a la estetización de la violencia representada en Kill Bill (2003-2004). El aparente orden que surge del caos que componen estas extensiones de viviendas improvisadas y maltrechas, bañado por una luz tenue que casi inspira paz contribuye, en el caso de la fotografía de las favelas, a que el espectador pueda contemplarlas desde un punto de vista estético y disfrutar con la imagen. Esta experiencia deja sin duda a un lado otros rasgos de lo representado, aunque sea temporalmente.

En principio, una contemplación estética de la violencia o de la miseria en una de sus manifestaciones más evidentes no parece la actitud más adecuada; sobre todo una vez que la experiencia estética se reconoce como una que, siguiendo a Kant, no presta atención a la existencia del objeto como tal, sino a su mera forma. No es solo, sin embargo, la cuestión formal la que resulta problemática aquí. Creo que el problema reside más bien en que la experiencia estética es una en la que respondemos con placer ante la representación y dicho placer parece entrar en tensión con el hecho de que tales cosas representadas no deberían experimentarse con placer precisamente. El problema es común, creo, tanto al caso de la estetización que he llamado pasiva como al de la activa. En ambos casos, aquello que en principio no debería ser objeto de una experiencia estética se presenta como algo que podemos apreciar estéticamente; bien porque el objeto se presenta bajo ciertas condiciones para su apreciación, bien porque el productor de la representación ha tomado ciertas decisiones con respecto a su efecto estético, el objeto se nos presenta como algo que podemos experimentar estéticamente.

No es de extrañar que sea justamente en los casos en los que la estetización logra su fin que la alarma acerca de la adecuación de nuestra respuesta se dispare. ¿Es moralmente correcto apreciar estéticamente unas fotografías de personas que iban a ser ejecutadas y que fueron realizadas con la más absoluta indiferencia? ¿Podemos disfrutar viendo una violación por más estetizada que ésta se nos presente? Parece indudable que en más de una ocasión picamos el anzuelo aunque debe ser un signo de salud estética y moral que no siempre sea así y que, a veces, nos resistamos a danzar al ritmo de placeres que preferimos no gustar. Dije anteriormente que la estetización tenía que ver con falsear algo, con presentarlo de una manera inapropiada o inmerecida y también señalé que normalmente el pecado era doble ya que los efectos de la estetización solían buscar un objetivo ulterior. Normalmente se persigue que algo sea más digerible o atractivo, pero también, puede ser una forma de neutralizar o de depotencializar aquello que se estetiza. De alguna manera, la estetización saca partido de nuestra tendencia a responder estéticamente ante el mundo, usándola para vendernos algo, convencernos de algo o simplemente alejarnos de aquello de lo que versa la representación, poniendo un velo ante aquellos rasgos que despertarían una actitud crítica con respecto a lo que percibimos. 

Su pecado no es solo contra el espectador, que puede hasta cierto punto colaborar con la representación y ceder a sus encantos, sino también, en numerosas ocasiones, contra lo representado. Se podría decir que parte de las objeciones que podemos hacer a una exposición como S-21 tienen que ver justamente con este punto [13]. No es solo que las fotografías, cuyo capacidad para impresionar al espectador está más allá de toda duda, puedan –y de hecho así lo hacen- generar una experiencia estética. El problema es que cuando son contempladas de este modo, sin tener en cuenta su origen, quién las hizo, qué nos dicen de las personas retratadas, etc., parece que estuviéramos meramente instrumentalizándolas, o cuando menos, tratándolas como una mera imagen. Al tratarlas de este modo estamos consumiendo su oportunidad de ser recordadas en una experiencia que ignora su dimensión de testimonio. El caso de S-21 es problemático, sin embargo, y no está claro que un reconocimiento del potencial estético de estas fotografías conlleve necesariamente un olvido de su status como imágenes que han de ser también testimonio y recuerdo. La cuestión, finalmente, es, creo, la de hacer justicia a cada objeto u obra por lo que es y esto puede implicar administrar más de una actitud en nuestra apreciación. En el caso de S-21, reconocemos su poder visual, su capacidad expresiva, pero al tiempo somos conscientes de que estos rasgos son el resultado de una acción carente de humanidad.



NOTAS



1 Este trabajo ha sido posible gracias al proyecto de investigación “La expresión de la subjetividad en las artes” HUM2005-02533.


2 Véase, por ejemplo, los ensayos recogidos en (2003) Art and morality, editado por José Luis Bermúdez and Sebastian Gardner. London; New York: Routledge. Así como, Berys Gaut ‘Art and Ethics’ en (2002) The Routledge Companion to Aesthetics, 2nd Edition, Edited by Berys Gaut y Dominic McIver Lopes, London y NY, pp. 431-443; Carroll, Noël, “Art, Narrative, and Moral Understanding” en Beyond Aesthetics. Philosophical Essays, Cambridge: University Press, 2001, pp. 270-293; también de Noël Carroll, “Moderate Moralism” en Beyond Aesthetics. Philosophical Essays, Cambridge: University Press, 2001, pp. 293-305; Kieran, Matthew, “In Defence of the Ethical Evaluation of Narrative Art”, British Journal of Aesthetics, Vol. 41, January 2001, p. 26-38.


3 El debate no concluye aquí, sin embargo, y el esteticista podría defender que, si bien es cierto que las obras de arte pueden poseer otro tipo de valores además de los estéticos, sólo estos últimos serían relevantes para la apreciación de la obra en tanto que obra de arte. Su oponente ha de mostrar entonces que todos estos valores son relevantes para la apreciación. No entrare aquí a enumerar algunos de los posibles argumentos, pero creo que, en general, si comprendemos las obras de arte como productos de una acción intencional resulta un tanto sospechoso trazar una línea que deje fuera del entramado de intenciones que normalmente causan que la obra sea como es rasgos que no sean estrictamente estéticos.


4 Como la publicidad, por ejemplo.


5 Carroll, Noël, “Art, Narrative, and Moral Understanding” en Beyond Aesthetics, Philosophical Essays, Cambridge: University Press, 2001, pp. 270-293 y su “Moderate Moralism” en Beyond Aesthetics. Philosophical Essays, Cambridge: University Press, 2001, pp. 293-305.


6 Berys Gaut (1998) ‘The Ethical Criticism of art’ in Jerrold Levinson (ed.), Aesthetics and Ethics, pp. 182-203 y su ‘Art and Ethics’ in (2002) The Routledge Companion to Aesthetics, 2nd Edition, Edited by Berys Gaut and Dominic McIver Lopes, London and NY, pp. 431-443.


7 Este ejemplo se encuentra en Matthew Kieran (2003) ‘Forbidden Knowledge. The Challenges of Immoralism’, en Art and Morality, edited by Jose Luis Bermudez and Sebastián Gardner, London, Routledge, pp. 56-73.


8 La tesis de que una emoción puede ser adecuada pero inmoral ha sido elaborada por Daniel Jacobson y Justin D’arms en “The Moralistic Fallacy: On the ‘Appropriateness’ of Emotions” Philosophy and Phenomenological Research, Vol LXI, nº 1, July 2000, pp. 65-90.


9 Para los defensores de la idea de que no experimentamos emociones reales sino quasi-emociones en nuestras apreciación de la ficción, véase,  Walton, Kendall, (1978) “Fearing Fictions”, Journal of Philosophy, 75, pp. 5-27; también su (1990) Mimesis as Make-Believe, Cambridge, MA: Harvard University Press; así como Friend, Stacie, “How I Really Feel About JFKImagination, Philosophy and the Arts, Matthew Kieran and Dominic Lopes (eds.) London & NY, Routledge, Taylor & Francis Group, pp. 35-53.


10 Parece haber no pocos ejemplos en los que ciertas escenas que serian intolerables en la vida real provocan placer en los espectadores. Un ejemplo podría ser el de la escena de la película Eastern Promises en la que el protagonista le clava un cuchillo en el ojo a uno de los mafiosos rusos. La escena es a un tiempo tan literal y exagerada que el espectador no puede sino encontrarla divertida.


11 Decía Oscar Wilde que había que tener un corazón de piedra para al leer la muerte de Little Nell sin reír. Little Nell es un personaje de una novela de Dickens, The Old Curiosity Shop, que parece pecar de sentimentalismo, al menos a los ojos de Wilde.   

 

12 Quizá por ello Adorno consideraba que el peor defecto del arte era ser complaciente.


13 Agradezco al profesor Thierry de Duve el haberme dejado leer su texto “Art in the face of radical evil” que presentó el pasado Julio en el Congreso Internacional de Estética celebrado en Ankara (Turquía) en el que trata extensamente y con profundidad las paradojas que surgen en nuestra apreciación de esta obra.






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