la entropía de la experiencia estética[1]

Pol Capdevila Castells




En la primera parte presento tres ejemplos de obras con contenido político crítico y, paralelamente, tres diferentes explicaciones sobre su potencial desestabilizador y sobre el proceso de neutralización que éste puede haber sufrido. Argumento también por qué estas teorías no me parecen satisfactorias, si bien centran cuestiones indispensables para la comprensión de este fenómeno. En la segunda parte, reagrupo estos elementos con el propósito de describir los momentos básicos de una experiencia estética subversiva y de ofrecer una explicación al fenómeno de la estetización. Mi primera conclusión es que una obra puede producir una reacción crítica cuando hace colisionar, mediante recursos estéticos, convenciones morales. La segunda, y la que más me interesa desarrollar en este escrito, afirma que es inherente a la experiencia estética el proceso de neutralización del efecto crítico de una obra. Este elemento reside en su elemento intersubjetivo y en su tendencia a la discursividad. Con esta tesis, trataré de aportar una explicación más convincente a la neutralización de las obras comentadas.



I



Tres obras y tres propuestas teóricas


La artista croata Sanja Ivekovic nos presenta en la obra Trokut (Triángulo) la documentación fotográfica de una acción que desarrolló durante el desfile de Tito en las calles de Zagreb en 1979. La acción consistió en salir al balcón durante el cortejo presidencial, lo cual estaba prohibido en tales ocasiones, tomarse un whisky y ponerse a leer. Al cabo de poco, simulaba estar masturbándose (figura 1). Un policía la avisó desde el terrado del edificio de enfrente y no transcurrió mucho tiempo hasta que otro agente irrumpió en su casa y la retiró del balcón. Ivekovic tomó algunas fotografías de estos hechos con una cámara oculta y las encuadernó. Documentaba así su acción artística en contra de un régimen opresor de las libertades políticas, de opinión y de expresión de la propia sexualidad.

Esta obra, que se ha expuesto recientemente en la exposición de la Fundació Tàpies Alerta General, dedicada a Sanja Ivekovic, puede tener interés como documento de una oposición simbólica de un artista contra un régimen totalitario; es posible incluso que, expuesta en la Zagreb yugoslava de entonces, la obra expresara la exigencia de algunas libertades que el régimen oprimía. Sin embargo, es incapaz de despertar en nuestro contexto un mínimo de debate social sobre este tema: su efecto está completamente neutralizado.

Para explicar la pérdida del efecto estético de este tipo de obras se adapta al caso la teoría historicista y contextualista. Según ésta, el efecto de las obras sobre su público depende directamente del contexto social e histórico en que la obra es recibida. Por tanto, es fácilmente explicable que una obra que manifiesta un contenido crítico contra la opresión de las libertades políticas, de expresión y de la mujer no haga reaccionar políticamente a un público que, supuestamente, ya goza de estas libertades. Siguiendo esta teoría, la obra se estetizaría al ser trasladarla a un contexto social y/o histórico diferente.



Figura 1: Sanja Ivekovic, Trokut (Triángulo), 1979


Esta solución me parece insatisfactoria. Dejando al margen la cuestión sobre la necesidad de replantearnos la facticidad de estas libertades en nuestra sociedad, la perspectiva historicista –en la versión sencilla aquí propuesta- no me parece capaz de explicar muchos fenómenos artísticos que, a pesar de estar expuestos a cambios históricos y sociales profundos en su recepción, todavía son capaces de increpar e incomodar al espectador. Pienso en casos como, por ejemplo, el de los Fusilamientos del tres de mayo de Goya o muchos de los cuadros de Otto Dix sobre la guerra (véase la serie Krieg), etc.

La perspectiva historicista tiene todavía otro problema: tampoco puede explicar la diferencia entre una acción política, un discurso o un panfleto y una obra de arte. Sería interesante intentar explicar que el arte crítico lo es por razones, al menos en parte, artísticas, y que no se trata simplemente de un panfleto bien escrito o una representación con objetos de mal gusto. Debemos tratar de buscar el efecto desestabilizador del arte en otra parte que en su contenido explícito político, social o moral.

Una respuesta a este último problema se puede aportar desde una perspectiva ontológica del arte, según la cual la obra poseería propiedades estéticas con fuerza desestabilizadora. Para evitar caer en un simplismo exagerado que afirmara que hay propiedades físicas de la obra que producen siempre el mismo efecto –como si el color rojo transmitiera sensación de nerviosismo y una composición asimétrica resultara caótica o anárquica- la teoría ontológica acostumbra a asumir algunos factores contextuales. Así, afirma que hay formas artísticas que, en una época y un contexto social determinados, tienen una fuerza crítica especial. Esta fuerza se ejerce mediante la transgresión de convenciones estético-formales, como lo fueron en su momento el romper con la perspectiva en la pintura y el usar material de desecho en la escultura. Otro ejemplo fue el de introducir la acción en la galería, la cual pudo a finales de los sesenta y puede hoy todavía poner en cuestión el arte de tipo objetual, al menos en lo que respecta a la dificultad de ser transformado en un objeto apto para el mercado del arte. Volviendo a la obra de Ivekovic, una perspectiva ontológica como ésta podría argüir que, si la fuerza crítica de la obra reside en las propiedades formales de la acción en su contexto, el documento del álbum de fotos no podía, como es evidente, conservar la misma intencionalidad crítica que la acción. Sin embargo, se mantendría un efecto subversivo al ejercer una resistencia al capitalismo del mercado del arte.

Este discurso, habitual todavía en la crítica de arte de una izquierda anacrónica, tendría la virtud de conjugar cualidades formales y semánticas de la obra; pero no sólo peca de una inexcusable ingenuidad, también es evidentemente falso. Para empezar, olvida el hecho de que nadie –excepto irónicamente quizás el policía que la detuvo– asistió a la acción y, por tanto, esta obra siempre se ha presentado en diferido y con un formato no performativo. Segundo, descuida el hecho de que al fin y al cabo la obra forma parte del mercado artístico. Tercero, no considera el papel de la reflexividad estética en la fuerza crítica de la obra. Cuarto, y lo más importante, no se ha planteado si los valores que analiza como subversivos no forman en realidad parte de los valores dominantes en el ámbito artístico.[2]

Voy a ilustrar, con un ejemplo reciente, esta última problemática, que creo es la más pertinente en relación al tema de la neutralización de la fuerza crítica de una obra.

A principios de octubre la Tate Modern de Londres presentó la nueva obra para el Turbine Hall, que podrá ser visitada hasta abril de 2008. La artista invitada por el comisario encargado del museo londinense Achim Borchardt-Hume, ha sido Doris Salcedo, una escultora colombiana conocida por sus duros armarios encementados y su implicación con la reciente trágica historia política de su país. La obra expuesta consiste en una grieta en el pavimento del vestíbulo de este gran museo, desde su mismísima entrada hasta el muro posterior (véase figura 2). El boquete tiene más de 150 metros de longitud y, en algunos segmentos, más de 1 de profundidad. Tal cual, tiene el aspecto de haber sido provocado por un terremoto, aunque la artista asegura que en ella estuvieron trabajando más de cien personas (se desconoce si entre ellas ha incluido al personal de limpieza).

     Sólo el hecho de haber perforado el piso del museo tiene de por sí un carácter transgresor. Con ello, Salcedo se ha ganado ya la simpatía de muchos de nosotros. Pero la obra quiere ir todavía más allá: su título es Shibboleth, término que, como sabéis, sirve para designar aquellos vocablos que una persona, a causa de su origen o etnia foráneos, no puede pronunciar tan bien como lo haría un hablante autóctono. Shibboleth, que en hebreo significa ‘espiga’, es la palabra que los de Galaad obligaron a pronunciar a todos los que cruzaban el Jordán para identificar a los efraimitas y acabar con ellos. Según el libro XII de los Jueces donde se relata esta historia, los galaaditas asesinaron a 40.000 personas. Ha habido en la historia muchos otros casos de shibboleths, como el que utilizaban los americanos en la segunda guerra mundial para detectar espías japoneses. Hoy día, los shibboleths siguen delatándonos cuando vivimos en un país extranjero y siguen sirviendo para identificar a


        Figura 2. Doris Salcedo, Shibboleth, 2007, Tate Modern



personas que, sólo por su origen, pertenecen en nuestras sociedades a un subgrupo a parte. De este modo, con el título incorpora Salcedo a la obra una interesante temática política a su gesto inicial. Son muy claras las relaciones críticas establecidas entre la racionalidad simbolizada por el museo y la grieta cultural establecida por el predomino de la racionalidad occidental, la división entre nativo e inmigrante, la distancia entre occidente y oriente, el abismo entre desarrollo y subdesarrollo, etc.

La teoría ontológica anteriormente expuesta podría explicar que las propiedades de la obra denotan, simbolizan, o provocan reflexiones de este tipo en nuestro contexto y que, por tanto, la obra, gracias a sus contundentes cualidades, se podría considerar crítica contra nuestra cultura racional-utilitarista, colonialista, racista, etc. Incluso la misma Salcedo sugiere que la obra señala aquella fisura mental que configura la manera occidental –¿y no humana?- de ver las cosas y que ha conducido al planeta a la situación post-colonialista actual.

En mi opinión, la obra tiene atractivo, su dibujo atrae y su lectura interesa, hace reflexionar. Sin embargo, es curioso observar que fracasa en su propósito. Aunque parece poseer propiedades estéticas provocativas, no se muestra subversiva e incluso ha sido elogiada por el stablishment artístico más reaccionario. Por ejemplo, la directora de la sección de crítica de arte de The Times, Rachel Campbell-Johnston, incide en la sutileza de su fuerza crítica: la obra “se refiere menos a una grieta que a las ideas que salen de ella”, “su efecto es menos el del impacto directo que el de una respuesta lenta”, pues “cuestiona los fundamentos de nuestras maneras de pensar”.[3]

Quizás ésta sea de las críticas más inteligentes que he leído sobre la obra, pues no entra tanto en detalle sobre el mensaje político del colonialismo, la división social, etc. –y sobre el que la misma artista ha hablado-, como en su paralelismo con la cognición humana. Sin embargo, ¿hacia dónde ha derivado todo esto? ¿Qué efectos desestabilizadores puede producir Shibboleth? ¿O, mejor dicho, por qué parece fracasar en el intento? Es gracioso observar que, por ahora, el aspecto más polémico de la obra ha derivado hacia una de las obsesiones británicas: la seguridad. El artículo periodístico que acompañaba en la misma página la crítica de arte de Rachel Campbell comenta el riesgo para la seguridad y la salud públicas de la obra de Salcedo. Los responsables de la Tate Modern aseguran que la estructura del edificio no ha sido dañada, pero aún así se muestran conscientes del increíble peligro que acecha al espectador y que puede accidentarse metiendo un pie en la grieta. En previsión, han plantado en la entrada del recinto a un portero que entrega a todos los visitantes un prospecto sobre la obra y en el cual aparece la tan inglesa frase: "Warning. Please watch your step”. Y, como era de esperar, han añadido: “Please keep children under supervision”. La discusión parece haber derivado en esta dirección. Al cabo de dos días The Times publicaba otra nota sobre la obra, informando que tres visitantes “habían caído en la grieta”.[4] Al día siguiente, un nuevo artículo informaba con ironía de la, literalmente, “primera (aunque menor) víctima”, “la asistenta de uno de los grandes artistas británicos, [que se torció el pie] cuando estaba consultando su “Blackberry”. Muchos de los comentarios de los lectores de la edición on-line se han dirigido hacia este aspecto y han expresado sus reservas sobre el hecho de que ya no se pueda ir a la Tate Modern con los niños tan tranquilamente como antes. Posiblemente ahora tendrán que volver a los circos tradicionales...
Ha habido notas en todos los periódicos sobre el contenido político de la obra, así que no acabo de entender los motivos de esta salida de tono. Me gustaría pensar que es una manera de sublimar la fuerza desestabilizadora de la obra; pero no soy tan optimista. Según la teoría ontológica, la obra tiene cualidades que motivan una interesante reflexión y un posicionamiento claramente progre. ¿Por qué no ha provocado el terremoto esperado? ¿Cómo se puede estar de común acuerdo en que una obra expresa una crítica a los fundamentos de nuestra propia cultura y, al mismo tiempo, que nadie se sienta ofendido? La teoría ontológica, que atribuye el efecto de la obra a las cualidades formales y representativas de una obra, no puede explicar el abismo que aparece aquí entre unas propiedades supuestamente transgresoras y un efecto estético elogioso o neutral.



                                                                  Figura 3. Doris Salcedo, Shibboleth, 2007, Tate Modern


Esta diferencia va a resultar muy importante para estudiar la posibilidad del arte crítico. Veamos otro ejemplo que nos ayude a configurar la constelación de problemas en que se mueve el arte político.

Para la obra de Salcedo, una teoría de inspiración situacionista respondería que es natural que la obra pierda su efecto crítico si se considera la inmersión mediática a la que ha sido expuesta. No es descabellado pensar que muchas obras, en el mismo momento en que son trasladadas al espacio público de la exposición, participan de los mecanismos de difusión y mediatización que las convierten en una imagen del mundo y no pueden, por tanto, mostrar sus aspectos negativos. En esos 30 segundos en que dura la noticia del telediario, se convierten, como dirían algunos, en un mero espectáculo de la sociedad contemplándose a sí misma.

No puedo entrar en los problemas teóricos de este tipo de explicaciones [5]; simplemente anotar que, según esta teoría, en realidad, no puede haber obras de arte subversivas, puesto que el espacio público las neutralizaría. En realidad, si cualquier obra de arte lo es en el momento en que es expuesta, arte y subversión serían una contradicción. Como contraejemplo, voy a presentar un último caso, el cual potenció su carácter polémico precisamente gracias a su aparición en los medios de comunicación. Seguidamente, recogeré los elementos que han ido apareciendo para presentar una explicación de lo que puede entenderse hoy como arte crítico y de qué mecanismos actúan en la neutralización del arte.

Snow White and the Madness of Truth (2004) es la obra que Gunila Sköld-Feiler, artista sueca, y su marido Dror Feiler, músico sueco de origen israelí, presentaron en la colectiva Making Differences en el museo de Historia de Estocolmo en enero del 2004. La instalación (véase Figura 4) comprendía tres tipos de elementos, visuales, textuales y sonoros. Visualmente, consistía en una piscina llena de agua teñida de rojo, un barquito de color blanco con el nombre de “Snövit” (Blancanieves en sueco) y, clavada en él, una foto de Hanadi Jaradat, la mujer suicida que asesinó a 25 personas –otras fuentes afirman 21 y 29- en el restaurante Maxim’s de la ciudad de Haifa en octubre de 2003. Unos focos iluminaban la instalación y alrededor el blanco de la nieve enmarcaba el rojo de la piscina. Musicalmente, se podía apreciar una cantata de Bach: se trataba de la BWV 199 Mein Herze Schwimmt im Blut (Mi corazón nada en sangre). Además, había dos paneles, claramente diferenciados, con textos: en uno, había citas de la prensa israelí de los días anteriores al atentado; en el otro, fragmentos del cuento de Blancanieves.

Refresquemos un par de detalles: Jaradat, de origen palestino, tenía 29 años cuando se suicidó, era abogada y miembro de la Jihad islámica; en la foto utilizada en la instalación, que había sido publicada en la prensa, aparecía arreglada con un pañuelo negro en la cabeza y sonriendo. Sólo ciertos sectores de la prensa nos han informado de que su prometido había muerto cuando ella tenía 21 años en manos de las fuerzas israelíes y que a su primo y hermano les había sucedido lo mismo justo la noche anterior a que este último fuera a celebrar su boda. Ella estuvo presente en el atentado contra su familia y decidió cometer el suyo inmolándose al día siguiente. Respecto a la cantata de Bach, su primera frase reza “Mi corazón nada en sangre, porque mis múltiples pecados me hacen un monstruo a los sagrados ojos de Dios”.[6]

La
obra fue saboteada por el embajador israelí en Suecia Zvi Mazel al cabo de poco de la inauguración, el 16 de enero, cuando éste, supuestamente muy ofendido, agarró uno de los focos y lo arrojó a la piscina, produciendo un cortocircuito. Desde entonces, la obra, los artistas, el embajador, empezaron a salir en todos los medios de comunicación del planeta y se generó


                                             


Figura 4. Gunila Sköld-Feiler y Dror Feiler, Snow White and the Madness of Truth, 2004


una gran polémica, que todavía hoy dura, alrededor del sentido de la obra. Naturalmente, se levantaron muchas voces en contra de tal arte antisemita, degenerado, y propio de una sociedad decadente como la europea.[7] Dror Feiler defendía la idea del respeto y la tolerancia; Gunilla Sköld, seis meses más tarde, escribía un largo artículo para explicar con más detalle el proceso de producción de la obra y su complejidad.[8] Otros artistas aprovecharon para defender la autonomía del arte. La obra fue denunciada a la policía por una organización no gubernamental pro israelí. Más de 1.400 personas diarias se acercaban a la exposición Making Differences, que superó los 30.000 visitantes en un mes, los comisarios fueron amenazados con cientos de llamadas y en una ocasión intentaron atentar contra uno de ellos; el museo recibió amenaza de bomba, etc.[9]

No cabe duda de que la gran polémica que generó esta obra fue debido al vandalismo del embajador israelí. Pero no habría causado tanto revuelo si la obra no estuviera cuestionando o subvirtiendo algunos valores importantes, de los que hablaré más adelante.


En conclusión, parece que ni la explicación histórica, ni la perspectiva ontológica, ni una teoría sobre la sociedad mediática son inicialmente satisfactorias para explicar el efecto crítico de muchas obras y su proceso de neutralización. No es que las descarte sin más; me interesa más intentar reunir los elementos más productivos de las tres teorías en una aproximación fenomenológica sobre el arte crítico. i) En relación a la perspectiva historicista, recuperaré el concepto de expectativas y argumentaré la idea de que la experiencia estética desestabilizadora sólo puede efectuarse dentro de unos límites específicos de expectativas. ii) Por lo que respecta a las propiedades de la obra, explicaré que una experiencia estética sólo puede tomarse como desestabilizadora cuando son los recursos estéticos que conducen a una contradicción entre creencias morales –y quizás también, estéticas- en el espectador. iii) Seguidamente, argumentaré la tesis de que en esta misma experiencia estética hay otro momento inherente que tiende hacia la discursivización de lo experimentado. iv) Con esto, espero poder mostrar que la discursivización es el gen de la neutralización de la fuerza crítica del arte.



II



El horizonte estético de expectativas


Si el arte puede tener un efecto crítico, éste no tiene por qué manifestarse necesariamente de modo consciente; puede ocurrir que la reacción frente a la obra sea emotiva y no se sepa explicitar el por qué. Inicialmente, voy a presuponer que esto puede producirse a través de diversos medios, como el desarrollo de una narración literaria, la representación de un objeto, la creación de una situación emotiva, etc. Lo que me interesa ahora destacar es que aquel elemento que hace que una obra sea crítica y pueda cuestionar algunas de nuestras creencias debe ser algo con lo que no contemos de antemano. Aunque no tenga por qué ser una idea completamente desconocida, para que una obra nos sorprenda, tiene que ir más allá de lo que en ese momento considerábamos como posible. Tiene que ir más allá del horizonte de expectativas que proyectábamos sobre ella.

El horizonte de expectativas es una herramienta apropiada para el arte con elementos novedosos, sorpresivos, subversivos, etc., que representa, por lo demás, una de las concepciones predominantes. Voy a desarrollar el concepto de horizonte de expectativas, primero y brevemente, en relación a la experiencia en general y, después, en relación a la experiencia del arte. Mantengo un posicionamiento teórico cercano al de Jauss y la estética de la recepción.[10]

El análisis fenomenológico de Husserl muestra que toda experiencia obtiene su posibilidad en un horizonte de expectativas implícitas o inconscientes, de tal modo que sólo se puede experimentar lo que cabe dentro de la estructura del propio horizonte. Según esto, conocer se define como poner de manifiesto algo desconocido en el horizonte de lo posible, explicitar una de las posibilidades implícitas. Incluso aquello que es inesperadamente nuevo es nuevo en el círculo de un conocimiento posible. El horizonte de expectativas se conforma mediante las experiencias previas de cada persona: muchas de estas experiencias son personales, aunque, al estar mediadas por el lenguaje y por el conjunto de valores culturales de su comunidad, tienen elementos comunes con las experiencias de otras personas.

Frente a una obra de arte, también se proyecta un horizonte de expectativas. Según Jauss, forman parte de este horizonte, además de las vivencias personales, el acervo social de conocimiento, los valores y, más específicamente, los conocimientos sobre arte y las experiencias previas en este ámbito. Estos elementos previos de la experiencia, el horizonte de la precomprensión, son necesarios para que pueda haber una experiencia estética. Sin embargo, la influencia que ejercen los elementos previos sobre la experiencia estética no es la misma que en relación a otros tipos de experiencia –uno de los problemas fundamentales de nuestra disciplina es delimitar esta diferencia–.

He definido la experiencia cognitiva cotidiana como la identificación de objetos y de sus atributos mediante los conceptos propios de un horizonte de conocimiento posible. A diferencia de ésta, para que el proceso cognitivo que domina una experiencia estética llegue a considerarse como la adquisición de una experiencia, el sujeto debe haber adquirido algo nuevo para él. La experiencia de una obra de arte parece incluir la predisposición a enriquecer el horizonte posible. Cuando el sujeto se dispone a contemplar una obra de arte, a escuchar una pieza musical, mantiene abierta la posibilidad de que la obra le muestre algo nuevo, le aporte información que desconoce o que le presente unos sentimientos mediante formas nuevas. Diría que incluso en la novela de género, uno puede esperar, en algún sentido, que la obra aporte alguna diferencia respecto a las que ya conoce. Si la obra frustra incluso esta expectativa, no habrá experiencia o, como mucho, uno dirá que ha tenido una experiencia frustrante.

Lo primero que hay que destacar, pues, es la predisposición, la voluntariedad que precede a la experiencia estética, y que se dirige a la comprensión de algo que le es ajeno. Esta voluntariedad hacia lo ajeno, observada aisladamente, no tiene por qué ser esencialmente diferente de la que hay en la lectura de un ensayo o en el deseo de comprender la situación de alguien que nos está contando una experiencia personal. En todos estos casos, como en las obras de arte que hemos comentado anteriormente, mantenemos abierta la posibilidad de alcanzar un nuevo punto de vista, de considerarlo e incluso de apropiárnoslo.[11]

Sin embargo, esta expectativa de apertura es diferente a la que uno tiene frente a un ensayo o frente a un documento histórico en un aspecto esencial. En relación a estos últimos, nuestra experiencia depende de que mantengan ciertas condiciones de certeza y/o una relación con hechos objetivos, es decir, de común acuerdo. Al contemplar una obra de arte o al adentrarnos en el mundo de una novela, no esperamos que lo representado o lo narrado se refiera a la realidad o la enriquezca según unos parámetros objetivos acordados previamente. En la experiencia del arte, centramos más la atención en aspectos subjetivos, estilísticos, ficcionales, etc. Podemos atender, por ejemplo, al punto de vista subjetivo de un biógrafo o de un documentalista en una narración, al carácter que un pintor ha grabado en un retrato...

Con esto último, lo que me interesa destacar es que la expectativa de apertura que posibilita la experiencia estética no sólo va dirigida a contenidos, conceptos o ideas, sino también a formas, convenciones, códigos. Uno no sólo puede estar abierto a ver cosas nuevas, sino a verlas de modo diferente. Esto significa que en la experiencia estética se mantiene abierta la posibilidad de que la obra oriente la percepción de la misma, que cambie algunas de las reglas en relación a la percepción cotidiana mediante las cuales su contenido –si es que lo hay– va a ser transmitido. En conclusión, el carácter de apertura de la experiencia estética hace posible que, mediante la obra, podamos utilizar nuestro horizonte de expectativas –conocimientos, creencias implícitas– de una manera nueva.

Como se puede apreciar, estas consideraciones son muy generales y no es éste el lugar para desarrollarlas a fondo. Me interesan en la medida en que pueden ser aplicadas a diferentes niveles de experiencia estética y pueden demarcar los límites de una experiencia crítica. El nivel más básico de apertura, y que apenas consideraríamos como tal, consiste en el mero deseo de participar de una ficción mediante la cual podamos identificar lo que en la vida cotidiana ya acostumbramos a conocer. Pienso, por ejemplo, en muchas novelas, telenovelas y películas comerciales y de género.

En el extremo opuesto hay obras que, para que una experiencia estética sea posible, exigen compartir una serie de creencias que es incompatible con nuestro horizonte de expectativas. En este caso, o bien ni esperamos tener una experiencia estética –se pueden utilizar con intereses históricos- o bien ésta se trunca en algún momento. Obras como éstas pueden ser muchas de arte nazi y racista, y también aquellas que el paso del tiempo ha dejado completamente mudas; son obras que, digamos que por exceso, se alejan de tal modo de nuestro horizonte de expectativas que no consideramos ni críticas ni dignas de atención estética.

Dentro de estos dos límites, nos producen una experiencia aquellas obras que, pudiendo ser comprendidas dentro de nuestro horizonte de expectativas, pueden poner en juego algunas de nuestras creencias de un modo diferente. Incluso la posibilidad de una experiencia enriquecedora y de una experiencia crítica se sitúa entre esos dos límites, pues para que una obra sea considerada como tal, no puede subvertir algunos presupuestos básicos a los que está sujeta nuestra percepción, ni amenazar algunos principios necesarios de nuestra experiencia. Como mucho, puede poner algunos de estos principios en cuestión –sobre esto volveré a hablar al final del artículo.

Ejemplos que pueden responder a una expectativa de alteridad sería el retrato pictórico y la autobiografía. En estos casos, aunque buscamos ampliar nuestros conocimientos sobre una persona o una época, acostumbramos a asumir que la obra mediante la cual accedemos a tales conocimientos está mediada por el punto de vista del artista o del propio escritor. Tanto si es un retrato de Velázquez como de Bacon, como de un fotógrafo, nuestra expectativa está abierta en dos sentidos: a la personalidad del retratado, y a la del artista, cuya conjunción, en las obras maestras, muestra aquello especialmente único que tenían ambos.

En relación a las obras del canon u obras maestras, nuestras expectativas están aparentemente muy abiertas, debido a la autoridad que les conferimos. Sin embargo, acostumbramos a poseer un amplio conjunto de pre-conocimientos, es decir, de prejuicios, que determinan sobremanera nuestra mirada. Contradiciendo un poco la moda postmoderna, creo que es interesante considerar la idea de Jauss de que los conocimientos que la historia y la filología son capaces de aportar sobre una obra pueden servir para recuperar el horizonte original al que la obra se planteaba como una respuesta y, por tanto, actualizar la alteridad propia del texto respecto a nuestro horizonte de expectativas. Sin embargo, no puedo entrar en esta cuestión ahora.[12]

Quizás debería despertar curiosidad, pero, en comparación con el arte consolidado, el arte contemporáneo estimula a la mayoría menos la expectativa de apertura. Es tal el maremágnum del arte actual, tan débiles sus filtros y tan plurales, que el esfuerzo por orientarse en él y encontrar obras que le interesen a uno es, para muchos, poco o nada gratificante.

Finalmente, me interesa volver a llamar la atención sobre el fenómeno sacado a colación en la obra de Shibboleth de Salcedo. Se trata de aquél en el que la opinión pública juzga como crítica una obra sin que haya tenido que cambiar ni un ápice sus creencias. En el caso de Salcedo, la opinión pública estaba de acuerdo casi unánimemente en la dimensión crítica de la obra; pero, ¿es esto posible? ¿Puede una obra crítica no despertar controversia? ¿Se ha convertido la etiqueta “subversivo” en arte en un género de masas?

Estos casos muestran la importancia del horizonte de expectativas en la recepción de la obra y como, paradójicamente, la exigencia de criticidad, originalidad, etc., en un sentido concreto puede establecerse como valor dominante que evita una experiencia de este tipo. En este sentido, el análisis del horizonte de expectativas –en el caso de que un análisis pormenorizado fuera realmente posible-,13 si bien se presenta como una aparato conceptual necesario para explicar la posibilidad de experiencia de una obra, sólo consigue aportar una explicación incompleta del carácter crítico de una obra. Incompleta, porque se presenta como un esquema fijo que no explica el mecanismo mediante el cual, desde el arte mismo, valores subversivos se convierten en reaccionarios. Por esto, creo que es necesario ensayar una explicación desde la teoría de la experiencia estética, que desarrollaré mediante una descripción de carácter fenomenológico en los siguientes apartados.



Aprehensión empírica y apropiación simbólica de la obra



En toda experiencia estética, proyectamos un horizonte de expectativas que no sólo nos provee de los conocimientos, creencias, emociones, etc. para el reconocimiento de objetos en la obra y las convenciones en su manera de representarlos; además, el horizonte de expectativas estético tiene un carácter abierto esencial. No sólo esperamos poder encontrar opiniones, posicionamientos diferentes, también dejamos abierta la posibilidad de nuevos modos de expresión. Este carácter abierto de la experiencia estética permite que la receptividad se intensifique, que la sensibilidad no vaya regida a los conocimientos previos. Puede que adquiera protagonismo un objeto habitualmente sin importancia, o la paleta utilizada o algunos trazos expresivos. De este modo, la percepción identifica objetos, formas, trazos en una representación, escultura o instalación; aprecia sonidos, texturas, melodías y temperamento en la música, etc.; se comprende el argumento de una novela o de una película, etc. Podemos referirnos a este proceso sensible, que requiere de conceptos pero que todavía no ha dotado de significado a la obra, como ‘aprehensión empírica de la obra’.

Más adelante será importante que recordemos que la aprehensión empírica no termina cuando dejamos de presenciar –observar, ver, leer– la obra, sino que puede continuar en cualquier otro momento y siempre que volvamos a atender a ella. Por ejemplo, podemos descubrir elementos nuevos de una obra al cabo de años de haberla conocido, incluso sin tenerla enfrente. Si es correcto que en la experiencia estética hay una apertura hacia la alteridad, y si es correcto que mis conocimientos sobre la obra, su contexto, etc., son revisables, entonces este proceso no tiene por qué tener fin. Del mismo modo que no tiene fin la comprensión del otro, también podemos adentrarnos más y más en la situación de la obra, en su proceso de creación, en su temática. Me interesa destacar este aspecto de la experiencia estética: la experiencia estética es procesual y no termina cuando se han identificado sus atributos ni, como veremos, cuando se cree haber comprendido un sentido. Siempre puede haber elementos sensibles desatendidos que puedan adquirir relevancia o que cambien su relación con otros elementos.

Esto no significa, en ningún caso, que alcanzar algún tipo de comprensión quede fuera de la experiencia estética. La experiencia estética no es una vivencia meramente sensible o pura, como defendía el formalismo de la segunda mitad de siglo XX. Esto es un malentendido. Para que haya experiencia tienen que participar las facultades intelectuales. Cuando es posible limitarse a contemplar texturas y trazos, este tipo de vivencia posee ya un alto grado de intervención intelectual.[14] En realidad, la aprehensión sensible no es posible sin que ésta conduzca paralelamente a una apropiación semántica de la obra. Cuando no se produce al menos un comienzo de apropiación de sentido, no significa otra cosa que la obra nos deja indiferentes. A este momento de la experiencia estética, y para no confundirlo con los términos equívocos de reflexión estética o de interpretación, propongo llamarlo ‘apropiación simbólica de la obra’.

El proceso de apropiación simbólica no consiste en relacionar los atributos de la obra y asignarles un significado determinado. No se trata de que la obra represente un significado, como si fuera sustituible por él. En el proceso de apropiación simbólica, los elementos de la obra adquieren una organicidad o una presencia y ésta pasa a adquirir una significación. Entonces es posible que podamos identificar conceptos, emociones, historias, o que aluda a espacios que desconocemos, en los cuales nos invita a entrar. No siempre tenemos por qué explicitar aquello que una obra nos transmite. Ni siquiera cuando aquello que transmite es, precisamente, una sensación provocadora. Es suficiente con haber satisfecho algunas de nuestras expectativas y que, entonces, ésta contradiga otras. Si los lienzos de Bacon, “Hombre con perro”, “Cuerpo como crucificado” o “Autorretrato” (1971) son todavía capaces de remover nuestros sentimientos, es, seguramente, porque son capaces de satisfacer la expectativa de implicarnos en su temática y, al mismo tiempo, sigue rompiendo con las convenciones formales en que habitualmente se nos presentan estos objetos; su deformidad y aformidad se resisten, de algún modo, a ser acomodadas a la convención representativa de las personas.



Intersubjetividad



Si la apropiación simbólica del objeto estético consiste en la puesta en juego de unas expectativas propias pero de un modo específico para la situación creada en motivo de obra, entonces las relaciones que se establecen en la experiencia estética pueden ser nuevas, inéditas hasta entonces. Esto, como hemos visto, posibilita inicialmente la subversión de valores estables y la producción de valores nuevos. Sin embargo, ¿por qué pensamos que este efecto puede concernir también a los demás?

La dimensión del problema es conocida por todos: en los términos que me he venido expresando hasta ahora, si, frente a una obra de arte, el horizonte de expectativas pierde la fuerza para determinar los parámetros comunicativos sobre los que cabe percibir el objeto y expresarse en relación a él, entonces no se tiene una regla previa con la que determinar que la experiencia obtenida será compartida por los demás. Sin embargo, también suponemos que los juicios estéticos no pasan por ello a ser meramente subjetivos y que el placer estético sea un placer onanista –bien que se discute sobre arte y a menudo se está convencido que las propias opiniones deberían ser compartidas por las demás–.

Una nueva definición de la universalidad de tales juicios debe poner el acento en la pretensión de universalidad de la experiencia estética. Esta pretensión no alcanza el status de la universalidad de los juicios de conocimiento, pero imprime una orientación especial al proceso cognitivo en la apropiación simbólica de la obra. Esta orientación evita que se tome como relevante cualquier asociación posible entre los elementos de la obra y que se establezca cualquier relación semántica entre ellos. La experiencia estética tiende a percibir el objeto y a valorarlo teniendo en consideración aquellas expectativas, creencias, conocimientos, etc., que pueden tener mayor valor intersubjetivo. Es decir, en la apropiación simbólica de la obra se tiene en cuenta la apropiación que los otros también podrían desarrollar o, incluso, aquella que, aunque no fuera la más evidente, podría llegar convencer a los demás. Cuando, al construir estéticamente una representación, se puede pensar que éstos tenderían a desarrollar una representación del mismo tipo, entonces se puede proponer esta apropiación simbólica como intersubjetiva. La posibilidad de establecer tal analogía, como argumentó Kant, no corresponde a una facultad, sino al sentido común estético que se ha formado a lo largo de los años de contacto con el arte (KU §40). De este modo, al pronunciar un juicio sobre la obra, se manifiesta que unos atributos sensibles pueden ser apropiados por los demás de una manera concreta y producir una emoción, una significación, etc. No se trata de que esta experiencia sea universalmente válida, si no de que se proponga como tal. Cuando se expresa un sentimiento estético, se comunica a los demás que deben tener en cuenta esta manera de percibir el objeto.[15]

Para defender la tesis de este artículo, es importante destacar que el juicio estético, al proponer –comunicar– un contenido sobre la obra, incentiva además la comunicación. Si el juicio estético sugiere a sus interlocutores una manera de percibir este objeto, entonces, al emitir un juicio, se les está invitando a ensayar este punto de vista, a contrastarlo y a debatirlo. La sociabilidad del gusto estético no es una característica secundaria del mismo, sino que la comunicación del sentimiento, por paradójico que parezca, incrementa el carácter placentero de la experiencia.[16] Ahora bien, ¿sobre qué versa la comunicación que motiva una obra de arte? ¿Es sólo sobre arte?

He argumentado en las dos secciones anteriores que en la apropiación de la perspectiva de una obra, implicamos valores morales, creencias sobre el mundo, conocimientos sobre el autor, el género de la obra, etc. En tanto que estos elementos entran en juego, podemos tratar de ser explicitarlos. Hacemos esto cuando explicamos el por qué de nuestra experiencia, justificamos nuestro sentimiento, lo razonamos. El arte no sólo es una invitación lúdica a socializarnos; en tanto que nos puede hacer participar de un punto de vista diferente, nos invita a contrastar nuestros valores morales, nuestros conocimientos, etc., con los de la obra y con los de los demás. Al contrastar nuestros conocimientos, etc., no sólo los podemos modificar, también podemos revisitar la obra y modificar la experiencia de la misma.

Con esto último, se puede entender mejor el carácter procesual o imperfecto de la aprehensión empírica de la obra de la que he hablado hace pocas páginas. El hecho de discutir y documentarse sobre una obra forma parte de la experiencia de la misma, enriquece el horizonte de expectativas y, por tanto, permite retroalimentar su aprehensión empírica. Saber más ayuda a “ver” más.



La discursividad como elemento entrópico



La discusión sobre una obra puede adoptar la forma de una conversación espontánea; pero también puede establecerse con uno mismo o leyendo sobre ella, escribiendo críticas de arte, etc. Al fin y al cabo, si, como he argumentado más arriba, la discusión sobre el arte forma parte de su misma experiencia, entonces, el leer y escribir sobre él, incluso el hecho de teorizar de manera general sobre él, forma parte de la experiencia estética. Si tenemos en cuenta, pues, que los discursos sobre el arte entran a formar parte de nuestra experiencia, entonces la recepción social de las obras forma parte de su experiencia estética; ambas expresiones son, en el nivel intersubjetivo, equivalentes.

Con esto último se ha de poder entender mi tesis sobre el movimiento neutralizador propio de la experiencia estética. Como he explicado, la apropiación simbólica consiste en establecer relaciones entre los atributos de una obra y entre éstos y algunos conceptos del horizonte de expectativas, con vistas a dotar de sentido a la obra. Estas relaciones se ensayan, aprenden, discuten y se fijan en el proceso de recepción pública de la obra. De este modo, por ejemplo, es posible expresar la especificidad de la obra –si es que la hay–, aquello que se muestra especial en su apropiación simbólica y asumir socialmente su aspecto novedoso. Pero esto lleva consigo otro efecto. Al fijar discursivamente las relaciones semánticas entre atributos de la obra, se reduce el ámbito de juego inicial que la predisposición estética concede a la obra; es decir, la expectativa de apertura de la experiencia estética se limita. Por esto, cuanto más avanza la recepción pública de la obra, más se diluye su carácter abierto y su alteridad es transformada en un valor conocido. A medida que la obra pierde su potencialidad semántica, más claramente se concreta su sentido, sea éste político, religioso, moral, autorreferente, etc.

Llegados a este punto, el sentido de la obra es desplazado hacia uno de los polos establecidos anteriormente: o bien la obra satisface nuestras expectativas cognitivas, o bien las excede negativamente. Es decir, o bien es asumida en nuestro horizonte de expectativas y, por tanto, como una experiencia común o una experiencia posible en nuestro mundo, o bien la rechazamos por negar demasiado nuestras creencias. En el primer caso, toda subversión es aparente, pues la obra ha sido neutralizada en un valor seguro. En el segundo, se le niega voz a la obra, como si, por decirlo de algún modo, su mundo fuera ajeno al nuestro o estuviera absolutamente equivocada en su manera de expresarlo. Como vemos, pues, cuanto más avanza el momento público de experiencia estética de una obra y más se concreta su sentido, más es acomodada a uno de estos dos extremos, clasificada en una categoría estable y neutralizada la posibilidad de desestabilizar nuestras creencias. A este proceso discursivizador de homogeneización a lo ya conocido y de neutralización propia de la experiencia estética lo he calificado de proceso entrópico.

Recuperemos ahora el ejemplo de Shibboleth de Doris Salcedo en la Tate Modern de Londres. Inicialmente, el hecho de encargar a un grupo de cien personas taladrar el suelo de uno de los templos del arte moderno, me parece suficientemente agresivo como para poder ser considerado un acto subversivo. La forma de la grieta es atractiva y sugerente. El título de Shibboleth y, con ello, que se remita simbólicamente a una problemática social y política de tanta importancia, me parece uno de los ingredientes conceptuales más interesantes de la obra. En relación a la sobriedad de sus recursos, su riqueza expresiva y significativa es asombrosa. Con sólo dos elementos –la grieta y el título-, crea un espacio negativo, evoca la imagen del abismo, divide en dos uno de los símbolos de nuestra cultura, remite a la fractura social producida por esta cultura a nivel global, nos habla de la fractura mental que domina nuestro pensamiento... En este sentido, la obra podría ser cualificada de excelente. Y, paradójicamente, incluso cuando la opinión pública así lo hace, la obra fracasa. ¿El motivo? Podría residir en la intencionalidad manifiesta que domina sobre el conjunto. En el fondo, el discurso se acaba anteponiendo a los recursos retóricos y convierten la obra en un discurso político y moral demasiado conocido, quizás demasiado visto. Defendiendo, y precisamente por esto, el conjunto de valores proclamados por amplios sectores de la izquierda progresista, la obra se convierte de algún modo en un bello panfleto. Como venía argumentando en los párrafos anteriores, la discursivización de la obra, su conversión a mero discurso ideológico, convierte su contenido en un valor conocido, seguro, clasificado y controlado, y su intencionalidad crítica, en una especie de acción artística ingenua y malograda.

El caso de Snow White and the Madness of Truth de los Feiler es algo diferente. Recordemos que ésta sí produjo una fuerte polémica inicial. La obra toma como motivo un tema controvertido, el conflicto judeopalestino, pero, a diferencia de Shibboleth, no permite tomar partido en relación a un discurso ideológico. El efecto de la foto de Jaradat navegando sobre una piscina de sangre no deja dudas sobre la monstruosidad de su acto. Sin embargo, otros elementos contradicen esta primera impresión: las connotaciones inocentes del nombre de Blancanieves en el barco sobre el que se erige la foto de la terrorista, la belleza de la cantata de Bach, que indica arrepentimiento, y los recortes de prensa que ofrecen información sobre la situación de crisis existencial en la que parecía encontrarse la mujer antes de convertirse en una vengativa asesina. Estos tres recursos estético-conceptuales tratan de cambiar la imagen de la terrorista, induciendo a simpatizar con ella, a justificarla y casi a idealizarla. Hasta entonces, la imagen del terrorista suicida era más cercana a la de hombre de clase humilde, sin expectativas, acogido en las redes de organizaciones fundamentalistas. Esta obra, sin embargo, representa el mal con cara benigna y, haciendo gala de espíritu escandinavo, quiere mostrarse comprensiva con él. Con ello, contradice una de nuestras creencias más enraizadas en las que se basa nuestra existencia cotidiana, a saber, que podemos confiar en la gente que nos parece normal. Aun conociendo las lecciones de la historia en que millones de personas se han convertido en cómplices de atrocidades impensables, tenemos que poder contar con nuestro prójimo. Frente a la obra, este prejuicio moral se ve ofendido, emocionalmente atacado y desencadena, con ello, una reflexión sobre otros dilemas morales de envergadura, como el que se debate entre la responsabilidad de la terrorista sobre sus propios actos o la influencia del entorno sobre los mismos. Lo interesante aquí es que el conflicto moral aparece mediante un recurso estético, a saber, el de dejar al espectador la tarea de reconstruir las piezas esparcidas –la versión post-moderna del collage–, y mantenerlo en una ambivalencia de sentido que le haga tomar conciencia de los prejuicios morales que están en juego. Mi propósito con esta obra era mostrar los efectos morales de la ambivalencia estética; el hecho de que los elementos concretos utilizados sean ordinarios e imperdonablemente kitsch, creo que no afecta tanto a mi tesis como al reconocimiento artístico de la obra –el cual, naturalmente, habría sido nulo de no ser por la metida de pata del embajador israelí–.

Si lo anterior es correcto, la fuerza crítica de una obra no se basa tanto en la negación de un sentido –como pretendían algunos defensores de la autonomía o el formalismo- como en la capacidad de la obra de involucrar al espectador en un conflicto moralmente relevante y, al mismo tiempo, de mantenerlo en una ambivalencia que le conduzca a un conflicto moral con sus propias ideas. Este conflicto discursivo –que, en realidad, puede afectar a otros ámbitos diferentes del moral- tiene su efecto retroactivo sobre la percepción de la obra y se manifiesta, por tanto, también sensible y emocionalmente. (En absoluto estoy defendiendo que la misión del arte sea exclusivamente ésta).

En conclusión, Trokut, Shibboleth y Snowwhite son tres obras con contenido crítico social. Tanto la primera como la segunda están retóricamente mejor resueltas, pero su discurso es políticamente tan evidente que fácilmente se vuelven panfletarias y echan a perder su efecto. El contenido de Snowwhite es paradójico y enfrenta al espectador a un grave problema moral; sin embargo, estéticamente es inmadura y caricaturesca. El ejemplo podrá no ser muy lucido, pero cabría preguntarse hasta qué punto una obra puede ofendernos sin transgredir también nuestro gusto estético. ¿O es que la belleza no acaba siendo, en muchos casos, reaccionaria?



Notas


[1] Una versión previa fue presentada en el II Workshop sobre la Experiencia Estética “Estetización, neutralización, despotenciación”, celebrado en Barcelona entre el 29-11-07 y el 1-12-07. Mi más encarecido agradecimiento a todos los presentes por sus interesantes comentarios. Este artículo también ha sido posible gracias a la beca Beatriu de Pinós concedida del DURSI de la Generalitat de Catalunya y forma parte del proyecto de investigación “La historicidad de la experiencia estética: hacia un cambio de paradigma” HUM2005-05757.

[2] Como ha explicado Maurizio Cattelan, todas las prácticas artísticas alternativas de los setenta, en lugar de acabar con el mercado del arte, lo acabaron fortaleciendo hasta niveles hasta entonces inimaginables.

[3] The Times (London), véase crítica del 9 de octubre, pg. 33

[4] Véase la pg. 24, de la edición del 11 de octubre.

[5] Para ello, es interesante la “Introducción” de José Luís Pardo a La Sociedad del Espectáculo en Pre-Textos. He expuesto algunos problemas epistemológicos en el paper Sensorium and “Aesthetic Experience. Human Self-Reflection in Technological Art”, en Proceedings. XVII. Interantional Congress of Aesthetics. Aesthetics Bridging Cultures . Pgs. 1- 15. http://www.sanart.org.tr/PDFler/29.pdf

[6] Mein Herze schwimmt in Blut/ Weil mich der Sünden Brut/ In Gottes heilgen Augen / Zum Ungeheuer macht / Mein ausgedorrtes Herz / Will ferner mehr kein Trost befeuchten / Und Ich muss mich vor dem verstecken / Vor dem die Engel selbst ihr Angesicht verdecken.

[7] Se puede encontrar en Google y en Watch: http://watch.windsofchange.net/themes_78.htm.

[8] Who is Snowwhite? http://www.avantart.com/music/feiler/snowwhite.htm.

[9] Entre otras muchas acciones, el Simon Wiesenthal Center organizó un protesta de e-mails contra la oficina del Primer Ministro Göran Person, que llegó a recibir miles e-mails en pocos días.

[10] Jauss, La historia de la literatura como provocación, Península, 2000, capítulos 1 y 4. Ästhetische Erfahrung und literarische Hermeneutik, Suhrkamp, 1991, “Driter Teil. Der Poetische Text im Horizontwandel des Verstehens” pgs. 657-685.

[11] Jauss, Wege des Verstehens, 1994, Fink, pg. 85ss.

[12] La historia de la literatura como provocación, op. cit., pg. 158 ss.

[13] Sobre los problemas de un análisis de este tipo, véase la discusión generada especialmente en el contexto de la estética de la recepción. Véase, entre otros artículos de la misma publicación, A. Rothe, “El lector en la crítica alemana contemporánea”, en A. Mayoral, Estética de la recepción, Arco, 1987.

[14] Analizo este problema en “Historicidad y Universalidad de la experiencia estética. Una propuesta desde H.-R. Jauss” Daimon, en prensa y en “Amistats perilloses”, Enrahonar, 36, 2006. También, recuérdese la frase de Kant, “Los pensamientos sin contenido son vacíos; las intuiciones sin conceptos, ciegas”. Gedanken ohne Inhalt sind leer, Anschauungen ohne Begriffe sind blind. “Introducción a la Lógica Transcendental” (KrV).

[15] Este acto de proponer teniendo en cuenta a los demás está implícito en lo que Jèssica Jaques, según mi opinión, ha querido traducir como el “ejercer el juicio estético”.

[16] Esto es coherente incluso sin tener que introducir una estructura teleológica en la experiencia estética. Aunque la dificultad de argumentarlo quedó clara con el famoso §9 de la Crítica del Ejercicio del juicio, titulado Sobre la cuestión de si el placer estético precede al juicio o éste a aquél. Hannah Ginsborg explica inmejorablemente este problema en su artículo “Reflective Judgement and Taste” Nous 24 (1990), 63-78. Muchos de los intérpretes de Kant más conocidos, como Paul Guyer, no llegaron a entender esta inherente intersubjetividad del placer estético.




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