COMO EN UN ESPEJO

El color en la pintura y la física moderna

Gustav Kirchhoff, Robert Bunsen y Charles Baudelaire

 

A principios del Siglo XX nos encontramos con un punto y a parte, un vuelco tanto en el arte como en la ciencia.

Un mundo, el de la ciencia, donde espacio, tiempo, luz, materia, energía zozobran en una nueva realidad; donde lo absoluto se halla en la indeterminada naturaleza de la luz, y la maravilla se refleja en cada punto de referencia; donde el microcosmos abarca la inmensidad del macrocosmos; donde cimbreante energía envuelve el todo para, impredeciblemente, transfigurarse en pequeñas partículas de materia. 

En el arte, entramos en un cosmos donde el artista no describe la realidad sino que narra su propia existencia. Como una autobiografía de vibración corporal, de gesto pulsional, el artista vive hiriendo, arañando, marcando, creando con gestos de color, expresando la unicidad e irrepetibilidad de su presencia perdiéndose en el ritmo infrenable del vértigo. Los mensajes del artista no son palabra lógica sino analógica: no pertenecen a la ferocidad de la razón no tienen el problema del contenido del mensaje (Benincasa 1994; 10). El Logos es el conductor del sentido, mientras que el arte del ‘900, con su palabra analógica, sus marcas, su vibración, no cuenta por el hecho de que tiene algo que decir al mundo; el artista narra su realidad, sus irrepetibles emociones, sus sentimientos únicos. Su inexpresable existencia se ve transformada en un impulsivo gesto cultivado, esbozado en una tela, un folio, un cuaderno. 


A principios del Siglo XX, el lenguaje del arte y el de la ciencia, el orden del arte y el de la ciencia, la estructura del arte y la de la ciencia, vienen redefinidas, reentendidas, reconstruidas en base a un nuevo orden, una nueva estructura. Aquel orden armónico entre cielo y tierra, entre forma y proporción, entre racionalidad y experiencia, se deshace para re-enredarse en el orden del caos, en la vibración entre micro y macro, en el movimiento de unas partículas intangibles; en la conciencia de la subjetiva verdad de un fenómeno. 

Y bien, ¿cómo llegamos a este vuelco, a este punto y a parte, cómo entramos en esta nueva realidad? ¿Qué es lo que queda de todos los siglos pasados en la geografía de la tierra? Sólo un pequeño diamante que a través de miles de facetas, mil miradas posibles, reenvía y nos testimonia y transmite todo los siglos que se han sedimentado en la capa terrestre. Dentro de esta continuidad histórica, dentro de las mil caras del diamante que nos documentan a través de los años de vida en las capas terrestre, propongo detenerme en una de esas facciones del diamante de la tierra: una pequeña faceta, la del color como posible sendero que nos lleva a entender el arte y la ciencia a principios del 1900.

El color siempre ha fascinado al hombre, y si a lo largo de la historia este fenómeno no se conseguía explicar, a medianos del 1800, dos científicos, Gustav Kirchhoff y Robert Bunsen, lo hacen objeto de sus investigaciones. Su búsqueda les llevaría al método del análisis químico de los elementos - descubrimiento fundamental para el progreso de la química y física que llevarían a establecer las bases de la ciencia moderna. En la misma época, el poeta Charles Baudelaire dice al mundo, dice a los artistas, que hay que dar valor al color, hay que dejar de intentar representar el mundo, porqué el mundo se ha vuelto ingente. En 1860 Kirchhoff y Bunsen miran, a través del ojo espectroscópico, el dibujo de colores que es el espectro producido por la luz solar y la luz emitida por sustancias incandescentes; en 1846 Baudelaire en Salon capta y teoriza la importancia del color para el arte. Estos dos acontecimientos, dos puntos de inflexión, dos cambios cualitativos, dos puntos y a parte, logrados gracias a la investigación sobre la naturaleza de la luz y a la fascinación hacia el color, llevan tanto la pintura como la física, a replantear su propio camino, a reentender su propia existencia.   


CHARLES BAUDELARIE

Si en el periodo neo-clásico la crítica de arte es teórica, fundada en la razón, en el periodo romántico la crítica es literaria. Para los románticos lo bello no es eterno sino contingente, no tiene que ser buscado en la naturaleza, (en cuanto este es el escenario de los eventos humanos) sino en la sociedad.

El mayor crítico de arte es el mayor poeta del siglo: Charles Baudelaire (1821-1867). En Salon (1846, 1855, 1859), Baudelaire se dirige a los “burgueses”: el arte (que el pequeño burgués considera una perdida de tiempo), es objeto de interés para el burgués de élite, que intenta comprenderlo. Entenderlo demuestra la sensibilidad de su ánimo y la rapidez para captar e interpretar los pensamientos y las aspiraciones de la época, de las cuales el artista, como intelectual, es portador. Para Baudelaire el Romanticismo es “l’expression la plus récente, la plus actuelle du Beau”, y el arte es “une conception analogue à la morale du siècle” (por moral entiende la psicología, los sentimientos, las inclinaciones, el hábito. La “morale du siècle” no puede ser objeto de juicio, sino sólo de una interpretación aguda, interesante, participe). La facultad crítica que capta “le beau dans le moderne” es la sensibilidad: la naturaleza no es ‘moderna’, lo bello no es una cualidad de la naturaleza sino de la sociedad, y hay que buscarlo también en la moral común (tal vez con las drogas, el vicio, la perversión). “Le Beau est toujours bizarre” (Salon 1846 V. Exposition universelle – 1855-Beaux arts), así, los verdaderos “aristocrats de la pensèe” son los dandies: “ces êtres n’ont pas d’autre état que de cultiver l’idée du Beau dans leer personne, de satisfaire leure passions, de sentir et de penser”. En otros términos, el ‘dandy’  como tipo ejemplar de hombre “moderno” hace arte en la propia persona; no tiene otra finalidad.

Charles Baudelaire en el 1846 escribe ‘De la couleur’ (Salon), donde sostiene que la pintura no tiene que asignar valor a los contornos de los objetos. Teoriza que la pintura debería abstraerse de los objetos para así preocuparse sólo de si misma: la pintura sólo como pintura. ¡Valorad el color como color! Grita Baudelaiare. ¡Dejad las representaciones del mundo porque el mundo es irrepresentable! Para captar la atmósfera de luz que envuelve los objetos y ensalzar su vibración molecular, la pintura tiene que evitar la representación para dejar que 'lo maravilloso nos envuelva, nos nutra como el aire pero sin que seamos conscientes de ello'; maravilla que en Baudelaire es correlación armoniosa, misteriosa correspondencia entre las partes del cosmos. Le merveilleux es inherente a la realidad del alma, y se instaura en la relación individuo-conciencia-mundo. En el arte, el pintor da importancia al color, y mediante el juego de luz/materia vertido en una tela, empieza la obra: sus sombras, su música, la expresión de lo real de cada artista. Los fantasmas perseguidos por el artista empiezan a formarse, a ser testigos de la realidad. A partir de este momento no se reproduce, en el lienzo, la representación del mundo; el arte no quiere representar la realidad, porqué la realidad se ha vuelto desmesurada.

Con esto el arte a mitad de 1800 empieza a separarse de la representación del mundo. La realidad pierde su valor, el valor absoluto es la persona, el sujeto que se hace persona en la consciencia, y también todo lo que produce. El objeto, la perspectiva, la composición se difumina dejando espacio al color - pura materia aplicada a una tela que tomando forma, se transmuta en juego de luz, para, a través de los palpitantes gestos del ser, trasformarse en materialidad de energía. La realidad va más allá de la simple experiencia, más allá de la observación. A partir de ahora el arte ya no es ver; el arte es oír, oler, sentir...Ser.

El saber artístico rompe su matrimonio con la realidad del universo, ejemplo claro el de Claude-Oscar Monet (1840-1926), que abandona el dibujo de la figura humana para limitarse a las formas y los colores, empezando a valorar la pintura como pintura. En sus telas se nota una contracción del espacio; nos enfrentamos a manchas de color, que creciendo en grandeza, confinan siempre más el horizonte hasta excluirlo completamente del campo visual de esta realidad contextual tangible del artista, enmarcada en un lienzo. El campo de la visión se estrecha en estos lienzos siempre más grandes, en los que se vuelve difícil orientarse o encontrar puntos de referencia. La realidad, el mundo, el microcosmos, la maravilla, la vibración está todo ahí, en este rectángulo finito. Materia coloreada que vibra de vida. En sus jardines, Monet cultivó su microcosmos de fluctuante energía donde la existencia de los elementos y la instabilidad del universo continúa trasformándose. Lo maravilloso son las correspondencias, la sintonía entre microcosmos y macrocosmos, entre grande y pequeño, entre infinito y finito, entre real e irreal, entre consciencia y mundo.


GUSTAV KIRCHHOFF Y ROBERT BUNSEN

El color siempre ha ocupado las mentes de los filósofos naturales. Los filósofos griegos entendían el color como una cualidad de la luz. En el medievo las teórias sobre la luz, el color y su naturaleza consistían en una descripción del fenómeno de la luz. A lo largo de la historia, pasando por Pitagoras (c582-c500 a.c.), Euclides (320-275 a.c.), Alhazen (965-1039), Decartes (1596-1650) y Huygens (1629-1695), no se consiguió desarrollar su explicación. En 1666, Isaac Newton (1643-1727), al jugar con un prisma y un rayo de luz solar, estableció que los colores constituían la luz banca. La luz era color, el color era la luz; la luz blanca es un conjunto de distintos colores: luz que oscila con distintas frecuencias, cada color que observamos es luz de una determinada longitud de onda. William Wollaston (1776-1828) en 1802, polarizó un haz de luz solar, y utilizando una red de difracción se dio cuenta que las franjas de unión entre colores, que aparecen al pasar estas láminas de luz por un prisma, tienen bordes oscuros. Joseph von Fraunhofer (1787-1826), un apreciado óptico alemán, al observar este fenómeno mas atentamente, dirigiendo su mirada entrenada hacia el espectro producido por la luz blanca del sol pudo admirar una 'constelación' de líneas oscuras separar las bandas coloreadas. 

Las investigaciones sobre el fenómeno de los espectros viene abordado desde varios  ámbitos, como el estudio y la comprensión del calor y de la electricidad (Thomas Melvill, 1726-1753, y Michael Faraday, 1791-1867, respectivamente), la óptica en la fabricación de lentes (von Fraunhofer) y la mejora de los microscopios (David Brewster, 1781-1868), y ya en 1826 William Fox Talbot (1800-1877) propone la posibilidad de analizar la composición química de sustancias a través del fenómeno de los espectros.

De fundamental importancia era asimismo el persistente problema de la naturaleza de la luz. ¿Era corpuscular como sugería Newton, o era ondular, como más bien se aceptaba a lo largo del siglo XIX siguiendo los pasos de Huygens? ¿Eran estos colores, vibraciones de energía, o eran masas corpusculares puntuales? Cuestiones imprescindibles, que fueron asentadas dentro del marco de la nueva ciencia que se establecería en el Siglo XX.


En 1960 Gustav Robert Kirchhoff y Robert Wilhelm Bunsen publican ‘Chemische Analyse durch Spectralbeobachtungen’ en Annalen der Physik, un articulo en el que se anuncia que los elementos tienen la propiedad de emitir luz de composición característica sólo de si misma. Cada elemento emite un determinado espectro, así dejando su huella de color.

Kirchhoff (1824-1847), físico prusiano que se instalaría como catedrático de física teórica en la universidad de Berlín, y su amigo Bunsen (1811-1899), químico y físico en la universidad de Heidelberg, presentan al mundo su hallazgo del análisis espectral de los elementos, análisis llevados a cabo gracias a unos particulares y en sus manos preciosos instrumentos de investigación: el mechero de gas, y un espectroscopio constituido por más de un prisma. Con estos aparatos pudieron observar atentamente el espectro producido al quemar sales de altísima pureza: líneas alternas entre fajas de colores y líneas negras, cuya secuencia variaba dependiendo de las sales utilizadas.


Gracias a este hallazgo, a lo que antes casi no se le otorgaba importancia, lo que antes no se podía explicar, lo que antes era considerado substrato del valor último de la luz, abrió las puertas a una nueva realidad del mundo. Desde Pitágoras a Platón, de Euclides a Aristóteles, el color viene descrito, no explicado. Ni Copérnico en su formulación de la teoría heliocéntrica del sistema solar, ni Galileo en el descubrimiento de la mecánica, ni Kepler en sus cálculos de las orbitas elípticas de los planetas, ni Newton en la exposición de Principia pudieron otorgar fundamental importancia a la naturaleza del color, en definitiva a la luz misma; ellos llegaron a esbozar el fenómeno, pero no a definirlo, y si bien en 1830 ya se conocía la existencia de las líneas espectrales, sin embargo no había ninguna teoría que explicase porque existían.

Cuando en 1860 Kirchhoff explica al mundo su intuición ahora teorizada y comprobada, que el mismo elemento que produce un espectro, tiene también la capacidad de absorber esos mismos colores constituyentes de la luz que emana, un nuevo horizonte de posibilidades se abre para la ciencia. Además de describir la composición química del sol, el físico intuye la importancia del fenómeno de absorción y emisión de luz de las diferentes sustancias, y lo teoriza, proponiendo un nuevo concepto – el cuerpo negro. Por otro lado, Bunsen, que se dedica a un estudio dirigido hacía la cuestión química del problema, descubre en 1862 dos nuevos elementos el Cesio y el Rubidio y empieza a catalogar el espectro característico de varios elementos, ofreciendo así a la química un nuevo método de análisis.

A partir de ahora el estudio de la luz abre las puertas a un nuevo entendimiento del mismo. El análisis de Kirchhoff y Bunsen es importante puesto que abrió las puertas a una nueva metodología analítica, que afianzó una explicación teórica de lo que era hasta entonces incomprendido; asimismo a partir del 1860, se observa el desplazamiento de un enfoque y planteamiento químico a uno físico de la comprensión y estudio del fenómeno. Si los filósofos naturales de principios de siglo XIX estaban interesados más bien en demostrar la existencia de las líneas espectrales (James 1985b), Kirchhoff y Bunsen fueron más allá para explicar su existencia y teorizar el fenómeno (fueron ellos en 1860 quienes tradujeron la técnica de análisis químico espectral propuesta anteriormente en un método sistemático).

Estas investigaciones, esta semilla, que creció hasta convertirse en la física modera, hizo posible dirigir la mirada hacia lo invisible en lo visible del mundo y captar así su composición (descubrimiento de nuevos elementos). A través del entendimiento de la luz, a través de la observación de su composición en términos de colores, era ahora posible levantar las esperanzas de la ciencia hacia el cielo para asir la naturaleza de lo intangible (nacimiento de la astrofísica); la composición del universo se rinde posible al hombre, para quien a partir de ahora, podrá extender su conocimiento hacia el reino de lo indeterminadamente lejano y hacerlo suyo desde la comprensión de los fenómenos terrestres, para así medirlo, conocerlo, identificarlo, catalogarlo, teorizarlo, matematizarlo (en 1835 el filósofo August Comte, fundador del positivismo, escribió que nunca se podría llegar a conocer la composición de los astros). Se comienza a contemplar la fascinante belleza de los colores del universo, captando la constitución de sus pequeñísimas partes e intentar describir su última esencia (física quántica).


La ciencia, la física, la química, descubriendo la identidad, la naturaleza, el comportamiento de los elementos gracias a la observación de los colores por ellos emitidos, empieza a distinguirse, desunirse de la representación del mundo perceptible y sensible conocido. La física empieza a destacarse de la realidad tangible, de la experiencia y observación directa para sumergirse en el mundo del micro, de la estructura última casi imperceptible, y descubrir en ésta el reflejo de la magia del macrocosmos.

El orden, la estructura vertiginosa del universo, es parte inevitablemente fundamental en la ciencia. Sin embargo dentro del marco de una nueva ciencia, aquel orden armónico entre cielo y tierra viene trastocado, aquella materia viene analizada, desvelada; el “nuevo” universo del 1900 tiene otro orden, otra estructura, otro sentido, otro horizonte (física quántica, relatividad especial y general). Lo intuido, lo imperceptible viene buscado y rebuscado. Se trabaja a niveles desconocidos. Lo abstracto llega a ser real. El conocimiento se vuelve necesariamente indeterminado, por la naturaleza misma de la natura (el principio e Indeterminación de Heisenberg). La matemática comienza a ser lenguaje de una realidad intangible, donde las formulas juegan entre si mismas, consigo mismas. Entramos en el universo de lo conceptual, de lo perceptible pero invisible (electrodinámica). Ahora la realidad va más allá de la observación; ahora ver ya no es mirar…


EL COLOR AMANECER DE LA FISICA Y PINTURA MODERNA

El color como amanecer del arte y de la ciencia moderna nos lleva a una nueva realidad en la ciencia dentro de la cual la representación del mundo ya no se entiende como fractura del micro y del macro, donde lo absoluto ya no tiene valor en el espacio o en el tiempo, y donde todos puntos de referencia son realidad última. Los gestos de los artistas - la pintura misma, su materia, su luz -, y las matemáticas de la ciencia, nos llevan hacia un nuevo horizonte de contradicciones entre experiencia sensible y razón/intuición, un horizonte de lo inexpresable, un horizonte de realidades escondidas entre conciencia-inconsciencia-mundo.

La matemática, como la pintura, como el idioma, es lenguaje y entrando en esta nueva realidad – esta realidad desmesurada del hombre del 1900 – estos lenguajes empiezan a buscar nuevas formas, sobrepasando límites para poder abrazar o rozar la expresión de la inmensidad del universo del hombre. Desde ahora el verdadero dialogo es sólo un juego de palabras, gestos, alusiones. La pintura, como las matemáticas, construye un mundo para sí misma en sí misma. Las formulas constituyen un mundo para si mismas, juegan solamente con si mismas, no expresan nada más que su naturaleza maravillosa. Por esto son tan expresivas. Por esto pueden abarcar esta grandeza del hombre en su cosmos, expresar la totalidad del hombre en su juego con el ser.

Es desde la poesía de Baudelaire que podemos encontrar el planteamiento de una semilla que va madurando hasta el Arte Moderno, que se abstrae de lo real para ser lo que la pintura es en si misma, materia como materia, color como color. Es desde los conceptos teóricos de Kirchhoff y las aportaciones cuantitativas de este nuevo método cualitativo de Bunsen que se empieza a depositar las primeras piedras para la edificación de la ciencia del siglo XX. Se convierten en prehistoria, como diría Sánchez Ron.

Con Baudelaire la rotura con las formas armónicas y las composiciones-modelo del universo cultural precedente, se transforman en “espacio de libertad interpretativa de la conciencia frente al mundo, expresión y revelación de visión interior como armonía invisible del cosmos” (Benincasa 1994; 10). Entramos en una realidad donde ver ya no es mirar, el ver es sentir(se) oler(se) oír(se) tocar. (Existir).  Manet, Monet y Cezanne dieron valor, importancia, a la pintura como pintura, al color como fundamento de la reconstrucción de una nueva realidad, a este color que irradia luz y sombra y profundidad y emociones.

En el Siglo XX, la física intentaba formular nuevos mundos, nuevos postulados, nuevas fórmulas: el universo se expande, energía es materia, el espacio es tiempo, el átomo está constituido por un núcleo y una nube de electrones, espacio-tiempo como materia-energía. Max Born (1882-1970) desvela la importancia del observador en la experimentación científica, Werner Heisenberg (1901-1976) postula el principio de indeterminación según el cual nuestro conocimiento se ve limitado por la naturaleza misma de las partículas. El científico persigue fantasmas de energía, rasgos de movimiento hallados en su conceptual mundo matemático microscópico-cósmico, rebuscando aquel movimiento de energía, aquella vibración – correspondencia entre yo y el mundo. Con Kirchhoff y Bunsen se abre un nuevo horizonte de la realidad, de lo posible. Viendo, descubriendo, admirando, contemplando la luz que nos envuelve, estos poetas de la naturaleza ponderan lo invisible de lo visible, su propiedad, la unicidad de su existencia, como si cada átomo, cada partícula, vista a través del ojo espectroscópico, tuviera una característica particular, una fuerza única como cada obra de arte.


En 1900 Sigmund Freud (1856-1939) revindica la importancia del inconsciente (La interpretación de los sueños). Jacques Lacan (1901-1981) reivindica que el inconsciente es la verdad de nosotros (El estadio del espejo 1936) – la alteridad que no conocemos está en el inconsciente: ésta es la verdad y este otro es lo que yo seré.

Mientras el psicoanálisis fundaba nuestra nueva manera de pensar, mientras los científicos estaban ocupados en racionalizar una nueva realidad cósmica, el arte intentaba difuminar sus límites de expresión: Braque, Picasso y Gris desafían el sentido común del punto de referencia, y desafiando el sentido común de espacio llegan hasta dentro del corazón de la estructura de las cosas del mundo para vislumbrar sus fundamentos invisibles; Kandinsky libra la pintura del proyecto mental, y escapando del cálculo de la mente comienza una libertad de espíritu; Matisse mira el universo y lo envuelve de luz; Mondrian persigue la estructura última y definitiva de lo creado, reduciendo el cosmos a estructura elemental de armonía; Duchamp hace una compleja alusión a la ausencia de significado, y por consiguiente a la multiplicidad de significados: sed libres y desprejuiciados, grita; Miró recupera en la pintura el valor del gesto y de la marca como pulsión, haciendo de la corporeidad un valor expresivo y de lenguaje – su obra es deseo de lo que no se tiene; Pollock materializa la energía; Tapies araña, rasga para testimoniar el inexpresable existir de la consciencia del mundo.

Mientras el científico del Siglo XX intenta atrapar la vibración última del universo, derrotando paredes y limites de lo desconocido o preconcebido, el artista tras su conciencia e inconsciencia, yo y alteridad, mundo y vida, intenta plasmar la fascinación ante su ser, tras la vibración implacable entre lo infinitamente grande y lo inmensamente pequeño. En la maravilla, vibración, vértigo de sus emociones plasma con gestos de color, de luz materia, la vida, la vida de este cuerpo compuesto de la misma tierra que sus tierras, de las mismas partículas de sus mares, sus atardeceres, sus estrellas.


La naturaleza tiene en si misma los límites que obstaculizan su conocimiento último. El principio de indeterminación nos mostró un cambio básico en nuestra forma de dirigirnos a la Naturaleza: la realidad ya no tiene una propia unidad de mesura. El observador ya no es solo espectador de la naturaleza, sino actor protagonista de la evolución de esta. Es de alguna manera a la vez expresión y revelación.

Es historia la que nos lleva a entender que el arte de aquel artista ya no es sólo pensamiento, ya no es sólo cogito ergo sum como decía Descartes. El espacio de libertad interpretativa de la conciencia delante del mundo fue hallado y revindicado a mitad del 1800, donde en el arte la expresión y revelación de la visión interior es armonía invisible del cosmos.


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Caterina Benincasa