Parece que la participación en el arte, el comportamiento que quiere estar a la altura de sus exigencias, está determinado por dos aspectos. Una vez diferenciados, sólo se pueden volver a juntar con dificultad. Por un lado, la participación en el arte necesita de una inmediatez que o bien yace en la creencia en lo que es representado en la obra de arte, o bien en la creencia en la obra de arte en sí misma, en la representación artística: por ejemplo, uno ve una película y, antes de entenderla, tiene la impresión de que allí hay algo, que así es. Quizás esta creencia en lo representado y en la representación es inseparable de la creencia en el cuerpo y en el mundo, la cual, siguiendo a Deleuze, debe ser recuperada por el cine moderno. Por otro lado, pero, la participación en el arte necesita de una mediación que está relacionada con la diferenciación entre arte y no-arte o, en el lenguaje de la estética tradicional, entre arte y naturaleza. Si uno se relaciona con una obra de arte, si quiere participar de ella, entonces debe ser consciente de que se trata precisamente de una obra de arte y no de una parte de la naturaleza. Uno se tiene que preguntar cómo se ha hecho la obra de arte, por qué se hizo así y no de otra manera, en qué relación se encuentra con otras obras, qué tiene de nuevo, si hay algo especial en ella y en qué consiste el significado de su especificidad. Aunque el arte precisamente instaura la unidad de estos dos aspectos y la doble exigencia de inmediatez y mediación parte de la obra de arte, estos aspectos, una vez diferenciados, son difíciles de unir porque no está claro cómo la consciencia del “ser hecho” incide en la creencia en lo representado o incluso en la representación. ¿Acaso no hay un punto en el que esta creencia necesita que la frontera entre arte y naturaleza sea permeable para poder ser tal creencia? Si creo que en una obra de arte hay algo, es decir, si creo en lo representado y por ejemplo experimento terror allí donde se representa algo terrorífico, si participo así en la seriedad estética de la obra, entonces no puedo ser conducido simultáneamente por el conocimiento de que se trata simplemente de un evento, de algo que también podría ser distinto, que no existe realmente. La realidad del arte no es la misma que la de la naturaleza y, aún así, se asemeja a ella en la medida en que la inmediatez de la participación proclama una exigencia artística indispensable, sin la que no habría seriedad estética ni obra de arte alguna.

Las tres siguientes anécdotas servirán de introducción al presente ensayo. Cuando le conté a mi amigo Brendan Prendeville, un historiador del arte, mi intención de escribir sobre una película bastante desconocida del director italiano Michelangelo Antionioni para investigar con detalle la unidad y la relación de los dos aspectos mencionados de la participación en el arte, de repente se acordó de un óleo de unos tonos marrones del artista francés Honoré Daumier, pintado alrededor de 1860 y parte de la colección de la Nueva Pinacoteca de Múnich, que a veces lleva el título doble de “En el teatro (El melodrama)” y a veces el título simple “El drama”. En él se ve al pueblo que participa de la representación teatral desde un palco. La expresión de las caras pintadas de perfil es de ansiedad, incluso, de arrebato, como si lo que pasa en el escenario fuera totalmente real. En el escenario se reconocen tres figuras petrificadas en una pose dramática esteriotipada y se reconoce rápidamente que son figuras de cartón sin rostro: una mujer desesperada girándose, un hombre tumbado en el suelo y entre ellos otro hombre, que con el índice de una mano señala al muerto mientras que con la otra mano sostiene una daga y estira su brazo acusador hacia la mujer. Así pues, la pintura redobla la perspectiva, como si el espectador viera algo que los espectadores pintados no ven, a saber, la artificialidad de lo que sucede, el carácter artístico de una representación teatral y la convencionalidad de lo representado y de la representación. La participación no sólo es producida por una ilusión, por un como-si, sino que se muestra a sí misma también como ilusoria e irreal. Por más grande que sea la tentación de poner la perspectiva del espectador – al cual el como-si reflexivo de la pintura le transfiere una consciencia del como-si – por delante de la perspectiva de las figuras pintadas del pueblo que miran hacia el escenario hipnotizadas, a saber, de hacer pasar una perspectiva como la de la inteligencia, la otra como la del engaño, de la brutalidad, la estupidez: uno debe evitar caer en la tentación y frotarse las manos. Precisamente porque la primera perspectiva sigue dependiendo de un como-si, de la representación de la pintura, y la inteligencia se convierte inmediatamente en estupidez, en alienación ante el arte, cuando no participa de la representación, de lo representado y de la pintura en cuanto a representación. Como si fuera inevitable que una tercera mirada se dirija desde detrás hacia la inteligencia contemplativa, una mirada que ve su punto ciego, punto de una irreductible inmediatez, como si el observador no se pudiera simplemente separar del pueblo sin convertirse a la vez en una figura de cartón. Entonces, queda petrificado en una vanidad ajena al arte y es arrastrado sin querer hacia el como-si, hacia una comedia que le expone al pueblo sonriente.
La segunda anécdota se encuentra en un texto que Antonioni publicó en 1962. En él, el director habla de uno de sus primeros intentos. Quería rodar un documental sobre un centro psiquiátrico en el norte de Italia con la participación de los pacientes. Consiguió obtener el permiso del director y los enfermos ayudaron en las preparaciones de la primera escena, donde debían aparecer ellos mismos, mostraron buena voluntad y fueron mucho más hábiles de lo esperado: “Finalmente, di la orden de encender los focos. Estaba algo emocionado. De súbito, la estancia se inflamó de luz. Durante un instante, los locos permanecieron inmóviles, como petrificados. Nunca he vuelto a ver en la cara de ningún actor un espanto tan profundo, tan total. Fue un instante, repito, luego sucedió una escena indescriptible. Los locos empezaron a contorsionarse, a gritar, a echarse por el suelo. […] Intentaban desesperadamente ponerse a cubierto de la luz como si fuera un monstruo prehistórico que les atacara; y sus rostros, que antes, en la quietud, conseguían contener la demencia en unos límites humanos, aparecían ahora convulsos, devastados. Ahora éramos nosotros los petrificados frente a ese espectáculo. […] Nunca he olvidado esa escena. Y fue en torno a esa escena cuando empezamos a hablar, sin saberlo, de neorrealismo.” Se podría interpretar esta anécdota como que el delirio de los enfermos consiste precisamente en su salud, en asustarse ante las condiciones del arte como un estado de excepción amenazador, es más, ante el arte mismo como un superpoder cuya intrusión desencadena una regresión. ¿Acaso los locos no entienden más del arte que los sanos, los cuales lo aceptan casi como un fenómeno sobreentendido? Debería buscarse el aspecto realista del neorrealismo desde esta perspectiva, no sólo en la representación fiel de un comportamiento que no es fingido y está bajo las órdenes de un director, sino también y sobre todo en la representación de una negativa a participar en lo no natural y aparente, es decir, en el arte. El delirio de los pacientes resultaría de su sentido de lo real exageradamente agudo y por ello rígido, un sentido que, al no asignar espacio alguno para el arte, percibe en él la herencia del pasado remoto, aquello extraordinario que es reprimido a través de la desintegración de la obra de arte en dos aspectos: la inmediatez de la participación y la consciencia mediadora. Los locos anulan la mediación, la consciencia, porque se relacionan directamente con el hecho del arte; no, como el pueblo en el cuadro de Daumier, con lo representado. Así, pero, ellos, en contra toda expectativa, mantienen la fidelidad al arte.
La tercera anécdota tiene por objeto mi propio y lejano encuentro con Antonioni. Me fío aquí completamente de mi memoria. El director, parcialmente paralizado debido a un ictus, apareció acompañado por su esposa en una presentación de su película I vinti, que tuvo lugar a principios de la década de 1990 en el Pacific Film Archive, en ocasión de una retrospectiva casi completa de su filmografía. Después de unas breves palabras introductorias de la directora y un saludo de Antonioni, quien simplemente levantó su brazo puesto que su ictus ocurrido algunos años atrás había perjudicado fuertemente su habla, tenía que empezar el pase de la película. Yo estaba mirando al director. Me pareció como si quisiera asistir a la representación, ver su propia película otra vez, como mínimo algunos fragmentos, mientras que sus acompañantes tenían prisa para abandonar la sala. Ante mí había dos asientos vacíos o reservados en los cuales finalmente se sentó con su esposa. Empezó la película. De repente, desconcentrado por un movimiento, mi mirada recorrió la sala a oscuras. Noté cómo Antonioni daba un codazo a su esposa para llamarle la atención sobre algo. Al instante pasó un avión centelleando por la pantalla que, sin avisar y sorprendiendo completamente al espectador, apareció de la nada. Me emocionó el gesto casi infantil de Antonioni. ¿Se quedó en la sala por este efecto? Abandonó el cine al cabo de un rato, mucho antes de que se acabara la película. Se podría entender el gesto como la expresión de una consciencia de lo hecho, que espera la comprobación repetida de algo logrado y que recuerda al otro con antelación a la escena exitosa: “Ahora llega, ¿ya lo sabes, no? ¡Y seguro que es tan buena como la primera vez!”. Probablemente comprenderlo de esta manera sería demasiado limitado. ¿Acaso no se podría decir también que en el gesto resuena la impaciencia del niño que no puede esperar? El niño se anticipa a la sorpresa preparada cuidadosamente por él y, sin embargo, espera lleno de expectación, que el anuncio no arruine el efecto sorpresa sino que a lo mejor lo intensifique. La película sigue viva, cada vez de nuevo. No es vista sólo retrospectiva y distanciadamente. En este caso el gesto de Antonioni mantendría unidos los dos aspectos de la participación en el arte, es decir, restauraría la unidad de inmediatez y mediación frente a cualquier diferenciación y separación. En el espectador se habría reflejado el artista.

El “ser” está en “prefazione”, pero también lo está lo creado por el arte, se divide en producción, en la visualización de un proceso creativo que empieza con la toma de prueba, y en lo creado, en la película que ha rodado Antonioni y que casi es un documental. Se ve cómo el rostro de Soraya ante un fondo negro es dividido en dos mitades y dibujado con la ayuda de diafragmas, se ve cómo le aplican el maquillaje y el pintalabios y cómo se retocan las pestañas, se ve cómo una serie de pelucas, en un estante que la cámara recorre, esperan a ser probadas y cómo una empleada del estudio vuelve a planchar un vestido rojo de cocktail. Mientras el rostro de Soraya y el de su amiga que la acompaña son filmados de frente o en un espejo, de modo que la mirada se dirige hacia la cámara; mientras Soraya se contempla en una serie de vestidos y de repente enrabiada lanza un líquido rojo oscuro sobre la superficie del espejo, la cara del productor, que es representada por el propio Dino de Laurentiis, no se ve. O bien se aparta de la cámara con su postura corporal o bien hay otros cuerpos que se interponen entre su rostro y el campo visual del espectador, o bien la toma sólo hace posible visiones de espalda y de perfil, como si el poder no tuviera rostro sin sólo una voz que anuncia decisiones, como si el rostro fuera la visibilidad de una expresión y como si, por eso, fuera en el fondo inexpresivo. La llegada de Soraya al estudio tiene lugar a oscuras, porque se han apagado las luces de neón que forman un alero sobre la entrada. Sólo un flash de una cámara de uno de los fotógrafos hace posible reconocer por un instante unas figuras que se dirigen rápidamente del coche a la recepción. Los periodistas descubren, decepcionados, que las fotografías no valen nada, ya que no han capturado el rostro de la princesa; en la prisa ciega el fotógrafo no tuvo suerte. La amiga le dice a Soraya, a quien preparan para una toma de prueba en un proceso lento y en el que se consumes muchos cigarrillos, que ha sido educada para esconder sus sentimientos y ahora los debe mostrar. Como se puede deducir del comentario, el cambio de rol sucede como una reversión y no como una transición, porque en el ámbito del poder se dan distintas formas de inexpresividad, las del poder ejercido y por ello invisible y las del dominio representado y por ello visible, un poder sobre sí mismo y sobre los demás. Así, la escisión entre creación y creado emerge de un modo especialmente significativo allí donde equivale a una escisión entre expresión e inexpresividad.
Si bien la representación de Antonioni de una toma de prueba mantiene presente en la consciencia del espectador que el arte es algo creado, en su película uno se topa con dos secuencias que tienen por objetivo una participación inmediata. Por un lado, el proceso de preparar a Soraya es interrumpido por una conversación telefónica que ella tiene con su madre en alemán para rogarle que se apresure a tomar el primer avión de Múnich a Roma, como si la hija ya no soportara más la situación, como si ya no quisiera tener que interpretar ningún papel, ni el de la princesa desterrada ni el de la actriz naciente. Es improbable que esta secuencia promueva la inmediatez de la participación. Por otro lado, la toma de prueba real acaba con enfoques de cerca y de lejos, que muestran a Soraya en un traje de noche: una princesa representando a una princesa. Por el decorado reluciente construido en el estudio y que debido al vacío de la enorme extensión se asemeja a una pequeña isla iluminada, desciende ella por una escalera de caracol – sin que exista una planta superior – para llegar a una habitación, cuyas frágiles paredes de madera están empapeladas con un diseño con motivos florales, decorada con plantas, muebles, bibelots, una araña y un tapiz persa que para la sorprendentemente fuerte corriente de aire que penetra a través de unas cortinas ondulantes de tul por un balcón abierto, una corriente producida por ventiladores con largos tubos. Suena una música romántica para piano, si bien no consigue superar el ruido de la máquina de viento. Aunque Antonioni nunca deja que el espectador se olvide de que se trata de una toma de prueba en un estudio y subraya la artificialidad del lugar todavía más con el estilo inglés de la falsa habitación contrastando con el entorno aséptico, da la sensación como si se transmitiera al espectador el ambiente laboriosamente fingido. Este ambiente es el resto abstracto del melodrama, de la exageración de los sentimientos que hace que ambos aspectos de la participación en el arte tiendan hacia direcciones opuestas, una interior y la otra exterior, que apenas se pueden conciliar. Es el principio y el fin de la participación inmediata.
En la construcción de la película, la perspectiva exterior o la consciencia se corresponde con la mediación, a través de la cual el espectador ve la película en cuanto a película, la forma geométrica rectangular claramente perfilada, la retícula. Esta construcción es completada con las ondulaciones, los tubos de neón que, situados en la calle fuera del estudio, las hacen reconocibles en la oscuridad. Antionioni también ha hecho colocar una construcción misteriosa, una especie de laberinto de plexiglás, cerca del decorado en el que Soraya se mueve durante la toma de prueba, como si hubiera querido dar a la forma sinuosa el volumen de un artefacto. Un empleado de la compañía de producción vaga por el laberinto porque en su centro está el teléfono con el que debe llamar a Soraya. Las preguntas poco exigentes, que Soraya responde con respuestas en su mayoría superficiales, crean entonces una especie de pretexto conceptual para la toma de prueba. ¿Acaso Antonioni se está tomando el pelo a sí mismo? Su obra ha sido llenada con el lugar común de la alienación en las relaciones humanas. Todos andan a tientas, a excepción de un par de actores, responde Soraya irónicamente a una de las preguntas que se le plantean.
La perspectiva interior, la inmediatez de la participación se corresponde en la construcción de la película a la proliferación, que oscurece la claridad del contorno de formas rectangulares o sinuosas. La primera alteración apenas se nota. En el vestíbulo del estudio con sus formas reticulares, la cámara se desliza por una pared decorada por un anuncio en el que aparece una bella mujer frente el trasfondo de unas hojas verdes. Sólo cuando Soraya es filmada a través de las plantas, con las que se ha llenado la decoración como si de otro laberinto se tratara, se contradice visiblemente la estricta geometría. La tormenta, por así decirlo, barre la retícula por poco tiempo. En unas condiciones altamente precarias el ambiente se calienta. Brilla deteriorada y enigmáticamente entre lo cosificado y lo genuino. En la obra de Strauss, Ariadne en Naxos, uno se ve arrastrado al final hacia la opera seria, si bien su artificialidad, la circunstancia de que se trata de un producto artificial cuyas exigencias no pueden ser tomadas en serio, se sitúa en un primer plano tan claramente que el lamento por la pérdida se convierte en el júbilo de la unificación. En Pale fire, de Nabokov, el impostor que escribe el comentario se dirige al lector en el final de un párrafo que describe una huída aventurera de un reino de opereta: “Quisiera creer que al lector le hizo gracia este comentario”. La gracia sería limitada si emanara solamente del reconocimiento de los lugares comunes. En la primera película muda de Anthony Asquits, Shooting Stars, uno de los personajes principales, un actor abonado a papeles de héroe, va al pase de una película. Se ve a sí mismo en la pantalla, delira y aplaude entusiasmado viendo la acción salvadora del héroe que él mismo interpreta. Más tarde desea que la vida se asemejara más al cine.
Dos años después de haber acabado “Prefazione”, Luchino Visconti, con quien Antonioni escribió en 1946 el extenso guión Il processo di Maria Tarnowska, una historia contada desde perspectivas irreconciliables, contribuyó con el episodio “La strega bruciata viva” a la película Le streghe. El productor también fue Dino de Laurentiis, la película también giraba entorno a una mujer, Silvana Magnano en distintos papeles, el episodio también fue recortado arbitrariamente por de Laurentiis; el director rechazó de nuevo la versión final. Al igual que el retrato de Antonioni de una princesa perseguida por la prensa que hace una toma de prueba, el episodio de Visconti también ofrece una perspectiva interior y otra exterior de la vida de una persona famosa, las cuales remiten respectivamente a los dos aspectos de la participación en el arte. La comparación merece la pena porque Visconti no reduce el melodrama a su resto, al arrebato particular de un estado de ánimo del que el espectador puede participar directamente. Exactamente en el sentido de la secuencia en la que Soraya busca el apoyo de su madre, Visconti apuesta por la empatía con una figura ficticia. Después de que los invitados de la actriz Gloria, quien durante un juego de sociedad mundano en un chalet en los Alpes sufre un desmayo, le hayan sacado capa a capa su ropa, el pelo encrespado de una peluca, las pesadas pestañas de visón, las tiritas que estiran la piel alrededor de los ojos, y antes de que su secretaria privada recomponga de nuevo su imagen, su rostro paralizado, muestra Visconti la mujer desmaquillada, quien de madrugada tiene una conversación telefónica transoceánica con su marido, un productor de cine influyente. Ella le dice que está embarazada, le suplica que no la obligue a abortar debido al proyecto pendiente de una película, y se derrumba cuando choca con su incomprensión. Nosotras, las actrices famosas, las brujas del presente, somos, bajo la máscara que nos ponen, también mujeres: ésta parece ser el trivial mensaje. En su contribución anterior a la serie Siamo donne, Visconti las había disuelto en un juego de realidad y ficción. La escena melodramática de Gloria deja indiferente al espectador, como si la consciencia del como-si, que se alimenta de la tematización de la artificialidad y de la ostentosidad de la escenificación, hubiera socavado la base de la participación directa. Así pues, como deja claro la comparación, Antonioni muestra ser en este caso un director con un sentido pronunciado por la posibilidad y la imposibilidad del arte, y justamente porque no sacrifica un aspecto de la participación en el arte por el otro, sino que lo vuelve a transformar en el límite de su desaparición: casi un estado de ánimo.
Ahora bien, ¿acaso no es la participación en el arte, no importa lo inmediata que sea, siempre una emoción o un estado de ánimo que necesita de la introducción de un adverbio limitador porque no es una participación verdadera, porque no es una participación en y de la vida auténtica? Precisamente ésta es la tesis defendida por el filósofo norteamericano Kendall Walton en su libro Mimesis as Make-Believe. En primer lugar Walton supone el doble carácter de la participación en el arte, hable de una “doble perspectiva” y distingue entre la participación en un sentido estricto y la observación, la cual terminológicamente no cuenta como participación. Ésta última debe equipararse a la actitud de un espectador que, en vez de presenciar un juego que está pasando justo en aquel momento, considera posible tipos de juego: “Ahora bien, la participación imaginada no es participación verdadera [“actual”], y la participación imaginada, imaginar simplemente que hay un juego en que participar no constituye estar envuelto en un mundo ficticio. Estamos a parte del mundo ficticio interno y lo observamos a través de su marco”. La diferencia entre las perspectivas de la participación y la observación es concebida por Walton explícitamente como una perspectiva interna y otra externa, resaltando la separación diferenciadora. No se pueden asumir ambas perspectivas a la vez, de aquí la terminología que elige: “No observamos mundos ficticios sólo desde fuera. Vivimos en ellos […] junto con Anna Karenina, Emma Bovary, Robinson Crusoe y los demás, compartiendo sus alegrías y sus penas, alegrándonos y odiándolos. Es cierto que estos mundos son meramente ficticios y somos plenamente conscientes de que lo son. Pero desde dentro parecen verdaderos [“actual”] – lo que ficticiamente es el caso es, ficticiamente, realmente [“really”] el caso – y nuestra presencia en ellos […] nos da una sensación de intimidad con los caracteres y sus otros contenidos. Es esta experiencia que subyace en gran parte de la fascinación que las representaciones tienen para nosotros y que constituye su poder sobre nosotros”. Tal y como se desprende de esta cita, la descripción de Walton de las perspectivas, a pesar de su acentuación de la diferencia, está marcada por una cierta ambigüedad. Insinúa un hecho que demuestra ser objetivamente problemático y cuyo uso es dominado por al adverbio limitador “casi”. Justamente porque el observador debe ser consciente de que el mundo de una obra de arte es ficticio, la participación en ella no es “real” como la participación en la realidad, pues su inmediatez está bajo el denominador de determinadas reglas, uno se pregunta qué significa permanecer “realmente” en el interior, participar en el juego del arte, seguir sus reglas y con ello tener la sensación de proximidad y confianza. Walton observa que el grito de miedo de un espectador que está mirando una película de terror tiene un efecto “absurdamente inadecuado” cuando se subraya “el estatuto ficticio del peligro”, pero que participación y observación, o participación inmediata y mediada, de hecho, no se pueden mantener separadas: “Uno apenas puede hacer una sin hacer la otra; se hacen ambas casi simultáneamente”. ¿Es este “casi” de la simultaneidad llena de tensión de esta doble relación con el arte la que obliga a añadir el adverbio limitador cuando se habla de la inmediatez de una emoción o de un estado de ánimo provocado por la obra?
Walton introduce el argumento del provinciano que no entiende qué es el arte porque no ha aprendido a tener en cuenta un criterio decisivo, a saber, la prohibición de la interacción entre el mundo real y el mundo del arte. Su comportamiento ingenuo hacia la obra de arte es inadecuado. Entonces el filósofo pregunta cómo se debe concebir el sentimiento de compasión o ira despertado por una obra de arte, que si bien se puede describir como una “experiencia genuinamente emocional”, no puede facilitar el motivo para actuar y para tal “estado fisiológico-psicológico” acuña la expresión de una “casi-emoción”. Por casi-emoción no se debe entender una emoción que es solamente la mitad de una emoción entera, ni tampoco una que excluye la emoción “real”, como por ejemplo “miedo real”. Sin aclarar la aplicación de términos y sin que parezca coincidir con la tradición histórico-filosófica, Walton recurre regularmente a la diferencia entre realidad de lo actual y realidad de lo real. ¿Acaso quiere así disponer de un rasgo diferenciador que le permita separar el casi-sentimiento de un sentimiento “real”? El hecho de que no sea consistente con la diferencia no tematizada indica la dificultad ante la cual se encuentra. El “casi-miedo” no debe ser en modo alguno una especie particular de miedo, un miedo “ficticio”; cuando uno se relaciona con una obra de arte o ve una película se puede experimentar “verdaderamente” [“actually”] algo que es una experiencia de miedo “ficticia”, es decir, que es debida a lo presentado por el arte o por la ficción. Uno “no se imagina simplemente, que tiene miedo”; más bien “uno se imagina que tiene miedo desde dentro”; de aquí el “carácter remarcablemente realista” de la participación psicológica. Puesto que ficción y verdad no son incompatibles, es decir, algo puede ser verdadero en el contexto de una obra de arte o de una ficción, de las condiciones contextuales no se puede sacar la conclusión de que no se siente miedo “verdaderamente” [“actually”]; aún así, la verdad ficticia elimina la base a la descripción fenomenológica, la cual se refiere a una emoción “verdadera” [“actual”]. Un caso límite lo constituyen los estados de ánimo, puesto que éstos no se pueden emplazar a un lado de la línea de demarcación que transcurre entre “nuestra vida espiritual verdadera [“actual”]” y la “vida espiritual” que transcurre en el mundo del como-si, por lo menos no con la razón con la que se pueden ordenar pensamientos y emociones que permanecen relacionados con “objetos puramente ficticios”. Por lo tanto, si el estado de ánimo es, como quizás en “Prefazione” de Antonioni, el resto del melodrama, entonces se muestra ser especialmente acentuado para una aclaración del carácter doble de la participación en el arte allí donde ya no se afirma como melodrama.
La borrosidad conceptual, la delicada versatilidad del “casi”, provoca la impresión de como si a Walton, a pesar de todas las aseveraciones opuestas y desgarradas entre la inmediatez y la mediación de la participación en el arte, la participación y la observación, el “casi” le sirviera para afianzar más las fronteras y no para reconocer una permeabilidad que dificulta encontrar diferencias. Obviamente, Walton no es por ello inmune a objeciones en contra del “separatismo” que, por ejemplo, Kathleen Stock ve en su recurso al “casi”. Si la emoción debe ser una “casi-emoción” porque el que participa en obras de arte parte siempre de que el objeto o la figura hacia la cual se dirige en realidad no existe, entonces Stock objeta que también se podría partir de que el objeto en cuestión o la figura en cuestión no existen, pero uno no tiene que ser consciente de ello y por lo tanto puede experimentar una emoción que no necesitaría de ningún adverbio limitador al describirla en detalle. La emoción es realmente una emoción verdadera a no ser que el paréntesis que pone la consciencia alrededor de la inexistencia deja tras de sí una marca sintomática. El argumento presentado en contra de Walton que desgarra el “separatismo”, la separación entre realidad y ficción como punto de partida para una participación en el arte, fomenta otro tipo de “separatismo”. Pues conduce a una negación de la casi-simultaneidad de inmediatez y mediación, a la que se atiene Walton, para considerar el hecho de que se trata precisamente de una participación en el arte, de una participación y una observación que tienen que ver con el arte. Debido a la coherencia de una teoría de participación, Walton interpreta la emoción que produce una ficción como una “casi-emoción” sin poder desplegar suficientemente el concepto: a veces el casi tiende hacia el lado de la realidad, otras hacia el de la ficción; ambas tendencias se reflejan en la casi-simultaneidad, conceptualmente no menos problemática, de participación y observación, de inmediatez y mediación. Stock quiere renunciar al constructo de una “casi-emoción”, y, puede, pues no es suficiente para el carácter artístico del arte. En contra de Walton, el provinciano tiene razón y aún así no la tiene. Su reacción, que yace en la consecuencia del argumento de Stock, recuerda que la perspectiva interior (la creencia en lo creado), la perspectiva exterior (la consciencia de que está creado) simplemente no se admiten, sino que existe una ruptura, tal y como se puede leer precisamente en el melodrama, que, contemplado desde la perspectiva exterior no sólo tiene un efecto exagerado sino también ridículo y vacío. En ambos casos examinados no se mantiene la relación de tensión entre los dos aspectos de la participación o entre participación y observación, sino que se disuelve la unidad indómita entre separación e inseparabilidad a favor de la separación y de la inseparabilidad.
En las últimas escenas de la toma de prueba de Soraya solamente se puede ver la denuncia de la apariencia que ha decaído hasta un kitsch romántico; entonces se la ve desde la perspectiva exterior de una consciencia del como-si, como si se observara a Antonioni y sus acciones. O uno se puede dejar intimidar por el estado de ánimo, entonces se ve esa escena desde la perspectiva interior separada de la participación inmediata y uno se olvida por un instante de la perspectiva exterior. No importa cómo se vea la película: hay que relacionarse con la otra perspectiva. Precisamente esto significa la participación en el arte. El hecho de que esta relación plantee dificultades en cuanto a la determinación conceptual se puede a lo mejor entender, por un lado, como la declaración del llamado carácter enigmático del arte y, por el otro, como el fundamento para el significado constitutivo de la participación, por lo tanto, que la obra de arte no es algo dado. Hay que medirse con ella, participar de ella y pasar el examen, porque la obra no es nada más que una toma de prueba, un prefacio a la participación.
Traducción: Remei Capdevila Werning
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