El Arte como metáfora 
El elemento metaforizado en el concepto de “ficción”

Enric Puig Punyet

1. Introducción

“La separación entre la idea de ficción y la idea de mentira define la especificidad del régimen representativo de las artes”.1 Tal premisa, anunciada por el filósofo Jacques Rancière, relega la dicotomía “verdad” / “mentira” al terreno proposicional en lo que a la relación entre las artes y el mundo se refiere. Relación en la que debe introducirse entonces la dualidad de lo “real”2 y lo “ficticio” como criterios determinantes, en el sentido en que “fingir no es proponer engaños, es elaborar estructuras inteligibles”.3 En efecto, “la poesía no tiene cuentas que rendir sobre la «verdad» de lo que dice, pues desde un principio se compone no de imágenes o enunciados sino de ficciones, es decir, ordenaciones entre los actos”.4

Lo primero que, ante el hecho de tomar esta afirmación como punto de partida, debemos señalar, es que tal distinción entre dos dicotomías aparentemente tan análogas era inexistente en los discursos estéticos clásicos. Recordemos que en la crítica platónica a los pintores y los poetas, aunque la distinción entre “real” y “ficticio” queda claramente delimitada, no se diferencia en nada del linde entre el otro par (“verdad” / “mentira”) aunque, como hemos mencionado ya de entrada, muy poco tenga que ver con el primero. Según Platón, ante la Idea, que ejerce de sol iluminando toda la realidad en su vertiente precisamente verdadera, la presentación de los objetos por parte de los artesanos significaría un segundo nivel que operaría en la esfera de lo “real”. El pintor o el poeta se limitarían entonces a re-presentar los objetos de este segundo nivel, lo que crearía una nueva esfera epistémica, esta vez ya sí en el ámbito de lo “ficticio”. “Realidad” y “ficción” pues, se presentan ahí como dos términos bien delimitados mediante el concepto de “imitación”, si bien, en realidad, de nada se distinguen de la dualidad “verdad” y “mentira”, acotados mediante la misma regla (no obstante, digamos, en un plano ontológicamente superior).

Sin embargo, el nacimiento de las vanguardias rompe con toda pretensión artística de representación, y, con ésta, se esfuma todo rastro de conexión entre la esfera de lo falso y la esfera de lo ficticio, con lo que pasan a resultar dos campos que pueden (y deben) operar separadamente. Por un lado, la dicotomía “verdad” / “mentira” recorre su camino en el terreno de la lógica proposicional. Y por el otro, ante esta escisión, “realidad” y “ficción” se tornan dos términos más difíciles de diferenciar entre sí, pues, enterrado el paradigma de la representación, debe desaparecer también todo fundamento que permita hablar de Arte en términos de “imitación”. Tal término, que bien servía todavía a Batteux cuando afirmaba que todas las Bellas Artes podían regirse bajo un mismo principio5, procede de la misma raíz que “imagen” y por lo tanto presupone una concepción siempre análoga en la percepción del creador.6 ¿Podría, desde el cambio de paradigma que ocasionan las vanguardias, reinterpretarse la traducción del concepto original “μίμησις” para salvar un concepto que, desde Platón, nos permitía establecer un claro eje delimitador entre lo real y lo ficticio –a costa de confundir éste con el que linda lo verdadero de lo falso? Y, en caso de ser así, ¿cuál sería la manera correcta de operar? ¿A qué concepto debería ahora referirse ese traductor anónimo, siempre en el horizonte de la llamada transformación del Arte? Sin duda, no debería usar “reproducción”, ya que “reproducir” proviene del vocablo latín adducere, “conducir (a alguna parte)”, derivado a la vez de ducere, “conducir”.7 En este sentido, “reproducir” se refiere siempre a una segunda acción (reacción) y por lo tanto presupone siempre un acto originario sobre el que basarse, idea totalmente contraria a las pretensiones vanguardistas. Y, de la misma manera y por los mismos motivos, se quiere también evitar aquí el uso, en lo que a comprensión de “μίμησις” se refiere, de términos como “copia”, vocablo que se explica a partir de la expresión “posibilidad de tener algo”, y de donde “tener copia” (originariamente de un texto) se entendió en el sentido de “tener un ejemplar” y, con él, contribuir a la abundancia, riqueza, del original, sentido del término “copia” en latín.8

2. El paso de “mimesis” a la metáfora

Ante la multitud de paralelismos que podrían aplicársele, el término “mimesis”, en caso de que debiera salvarse, sólo podría hacerlo desde la “re-presentación”9, ya que este concepto va ligado etimológicamente al “ser” y, por lo tanto, a “presente”, que proviene del latín praesens, -entis, participio de prae-esse, estar presente, por lo que “presentar” es “poner delante, mostrar”.10 “Re-presentar”, pues, mostraría un segundo momento en el hacerse presente, un segundo mostrar. De esta manera, además, se enfatiza el hecho de que la artificialidad y la ficcionalidad, dos características innegables de cualquier arte, manifiestan lo que una explicación heideggeriana no puede proporcionar.11 A saber, un desocultamiento de “Arte”, aunque no en su nivel histórico sino en un plano atemporal, esto es, eternamente presente. Estas características, pues, no hacen referencia al flujo histórico por el que circula el Arte, lo que es casi un epifenómeno respecto a ellas, sino a puntos que pueden evidenciarse aquí y ahora sobre la obra, de una manera atemporal. La artificialidad y la ficcionalidad son, en este sentido, elementos atemporales en la obra de Arte que sirven para desocultar el mismo concepto “Arte”.

Ahora bien, al interpretar la cuestión platónica desde la re-presentación caemos en la cuenta de que ésta debe ser necesariamente lingüística, pues, eliminada la Idea o, mejor dicho desde Kant, introducido el sujeto entre ésta —a modo de lo que posteriormente se entenderá por inconsciente— y el mundo, el mismo mundo está ya organizado lingüísticamente, y cualquier representación de éste o de su estado previo en una forma ficcional deberá reinterpretarse desde un punto de vista semiótico. En tanto que esta representación, por lo tanto, estará dotada siempre y por necesidad de una fuerza simbólica, expresada lingüísticamente, se presenta aquí como más adecuado el término “metáfora” en lugar de “mimesis”, e incluso en lugar de “re-presentación”, pues evidencia que el hecho de volverse a actualizar es precisamente lingüístico.

“La metáfora consiste en dar a un objeto un nombre que pertenece a algún otro; la transferencia puede ser del género a la especie, de la especie al género, o de una especie a otra, o puede ser un problema de analogía. Como ejemplo de la transferencia del género a la especie digo: «Aquí yace mi barco», pues yacer en el ancla es la permanencia de una clase de cosa. Transferencia de la especie al género la tenemos en: «Ulises ha realizado ciertamente diez mil nobles hazañas», pues «diez mil», que es un número muy grande, se usa aquí en lugar de la palabra «muchas». La transferencia de una especie a otra se ve en: «Tronchando la vida con el bronce» o «Separando con el inflexible bronce»; aquí se usa «quitar» en el sentido de «separar» y «separar» en lugar de «quitar», y ambas palabras significan «arrebatar» o «eliminar» algo. Explico la metáfora por analogía como lo que puede acontecer cuando de cuatro cosas la segunda permanece en la misma relación respecto a la primera como la cuarta a la tercera; entonces se puede hablar de la cuarta en lugar de la segunda, y de la segunda en vez de la cuarta. Y a veces es posible agregar a la metáfora una calificación adecuada al término que ha sido reemplazado. Así, por ejemplo, una copa se halla en relación a Dionisio como un escudo respecto a Ares, y se puede, en consecuencia, llamar a la copa escudo de Dionisio y al escudo copa de Ares. O también, la vejez es a la vida como la tarde al día, y así designar a la tarde como la vejez del día, según el equivalente de Empédocles, es decir, la vejez es la «tarde» o «la puesta de sol de la vida». En algunos casos no hay nombre para algunos de los términos de la analogía, pero la metáfora puede usarse de igual modo. Por ejemplo, arrojar la semilla se llama sembrar, pero no hay palabra para el despliegue solar de sus rayos; sin embargo, este acto permanece en la misma relación ante la luz del sol que la siembra frente al cereal, y de aquí la expresión del poeta «sembrando alrededor la llama creada por dios». Existe también otra forma de emplear metáforas. Si se ha dado a la cosa un nombre extraño, se puede mediante una adición negativa negarle uno de los atributos naturalmente asociados con su nuevo nombre. Un ejemplo de esto sería llamar al escudo no la «copa de Ares», como en el caso anterior, sino una «copa que no contiene vino...»”.12


Y si sugerimos aquí la designación “metáfora” para sustituir lo que podía comprenderse mediante el aludido carácter mimético del Arte es porque con un único vocablo se muestra la triple significación que se le quiere aportar. Primeramente, se evidencia que la relación del Arte con lo que representa debe entenderse, como se ha mostrado, como reinterpretación simbólica. Queda patente, además, el carácter lingüístico del Arte: el hecho de emplear el término “metáfora” aquí es, evidentemente, metafórico, ya que se trata de una transposición en el terreno de las artes de una denominación en principio lingüística. Además, el uso natural, el aristotélico, de esta palabra es ya metafórico. Como muestra Paul Ricoeur: etimológicamente, ésta proviene del griego metaphéro, “yo transporto” (hacia allá),13 lo cual es una forma más de epifora. Finalmente, el uso del término “metáfora” en este terreno muestra que, como ya hemos apuntado antes, el Arte es dado como artificio y, a la vez, da pie a la reflexión, aunque solamente implícita a menudo, sobre la dicotomía “realidad” / “ficción”.

Debemos considerar también, que Aristóteles define la metáfora desde el punto de vista de la lexis, no de la dianoia, lo que significa que su articulación viene dada desde el punto de vista formal y no desde el contenido, hecho que sugiere, además, que la metáfora es efectivamente una figura lingüística que tanto puede darse en el ámbito de la retórica como en el de la poética. Por último, debemos hacer aquí presente, por la importancia que tiene en este discurso, la distinción, ya realizada por Aristóteles, entre la metáfora y el símil: “El símil es también una metáfora, pues se diferencia poco de ella. Pues cuando se dice «se lanzó como un león» es un símil, pero cuando se dice «se lanzó el león» es una metáfora. Como los dos son valerosos, transfiere el nombre del león a Aquiles”.14

Al tener en cuenta todos estos elementos, lo que  pretenden defender estas líneas es lo siguiente: todo Arte aparece como, en su esencia, metafórico, mientras que sólo el Arte representativo (mimético) es percibido, en su momento, como símil. Esto se explica porque en la metáfora se encuentra un proceso de sustitución mediante la transferencia, y en el símil.  Sin embargo, lo que se encuentra es una comparación, rasgo que, aunque con las mismas finalidades lingüísticas, es radicalmente distinto desde un punto de vista ontológico. En este caso, y no en el anterior, se trata de la explicación de un término mediante la transferencia de otro. Lo que se muestra aquí es, entonces, el paso de una antigua concepción de “mimesis” como concepto aglutinador de todas las artes a una nueva concepción propuesta, alejada de comparaciones similares para retomar la metáfora como nuevo punto de encuentro. Según una teoría clásica del Arte, el Arte representativo intentaba mostrar la realidad lo más fielmente posible (cuanta más fidelidad tenía la obra respecto al mundo mayor calidad tenía el artista que la firmaba) y, por lo tanto, lo que se establecía era un símil entre el Arte y el mundo, haciendo la obra de mediador. Así, en un discurso clásico podría afirmarse que Le Radeau de la Méduse de Géricault obraba como un episodio de naufragio particular. Las vanguardias, sin embargo, no sólo han demostrado que a partir de entonces el Arte puede ser metafórico, sino que, a través de su mirada crítica a la historia de su disciplina, han mostrado que en realidad el Arte, en su totalidad, es esencialmente metafórico, ya que existe siempre una transposición interpretativa, mediada lingüísticamente, del universo simbólico, es decir, del mundo. En tanto que, por ejemplo, incluso en el Arte clásico se traslada la tridimensionalidad del mundo a un plano, existe una transposición y no exactamente un símil. Y esta transposición puede aplicarse a el resto de obras, incluso las contemporáneas, en tanto que es, repitiéndolo una vez más, re-presentación, re-interpretación del mundo como universo simbólico.


3. El problema del elemento metaforizado

En el análisis del proceso metafórico que a grandes rasgos presentamos aquí, se ve claramente que el elemento metafórico será la obra de Arte. Queda, sin embargo, la cuestión abierta de cuál será el elemento metaforizado. A pesar de que sería lícito y correcto definir éste como el mundo o la naturaleza en el paradigma del Arte representativo, sólo lo sería debido a su esencia similar, ya citada en esta sección. No obstante, si generalizamos el concepto “metáfora” con la intención de utilizarlo como marco explicativo de todo el Arte, esto sería inaceptable.

Es aquí justamente donde aparece el gran problema epistemológico del Arte contemporáneo. Al eliminar toda conexión representativa entre la obra y el mundo, el teórico se queda sin una buena piedra angular para diferenciar lo real de lo ficticio. Es así que si el Arte deja de representar una realidad preconcebida, ella misma se torna un objeto real, no pudiéndolo diferenciar, cuando sí podía hacerlo  Platón, su confección de la de una cama. Al eliminar, por tanto, el concepto de “representación” y sustituirlo por el de “metaforización”, tanto el artesano de camas como el artesano de cuadros se sitúan en un mismo nivel, hecho que torna más problemática la diferenciación entre “realidad” y “ficción”.

Para ilustrar mejor el problema, partiremos de una premisa que, en realidad, era ya aceptable en el momento en que se tomaba la “imitación” como el hilo conceptual para explicar las prácticas artísticas: el Arte es ficticio en tanto que creación humana, pues “ficción” proviene de “fingir”, “tomado del latín fingere, «heñir, amasar», «modelar», «representar»”,15 lo que pone de manifiesto el carácter de creación (innegable en el Arte) en frente de lo pre-concebido. Sin embargo, tomar, como en la antigüedad, el Arte como imitación o negar esta necesidad hace aparecer una diferencia, la de la situación de la otra cara de la moneda. En ambos casos la premisa mencionada funciona sin problemas: el Arte es ficticio. Ahora bien ¿qué es lo real que se sitúa en frente del Arte? Con el concepto “imitación” en mente, esta pregunta no plantea ningún problema: como ya ha expresado Platón, la esfera de los artesanos, esos reproductores de naturalezas, serían los encargados de crear lo “real”. Así, una presentación de la idea sería “real”, mientras que la representación (a saber, el Arte) de esta realidad sería “ficticia”. Hemos expuesto aquí, sin embargo, los motivos por los cuales ya no es aceptable tomar la “imitación” como un buen esqueleto conceptual. Ante esta situación, pues, ¿qué debe tomarse como “real” en frente del Arte, ya definido como “ficticio”?

Al anular el concepto de “Idea” del horizonte que delimita el marco epistemológico en el que se trabajará (aunque más adelante plantearemos un bosquejo de sustitución de éste por lo inconsciente colectivo jungiano) se propone a continuación un núcleo problemático sobre el que empezaremos a operar.

“El 16 de octubre de 1906, Wilhelm Voight, un zapatero, se vistió con el uniforme de capitán del ejército alemán y se pavoneó así por las calles de Berlín. Primero se encontró a cuatro soldados, a los que ordenó inmediatamente que le siguieran. Nunca le habían visto, pero la autoridad que le otorgaba el uniforme de capitán era tal, que al instante obedecieron. Recogiendo algunos soldados más por el camino, el pelotón se trasladó en tren a la estación de ferrocarril de Köpenick, una pequeña ciudad de las afueras de Berlín. El capitán se dirigió al ayuntamiento y por el camino se encontró a tres policías. También éstos recibieron la orden perentoria de seguirle, y obedecieron al instante. Llegados al ayuntamiento, el capitán pidió una suma de 4002,50 marcos, que tenía que serle entregada, como se hizo sin pérdida de tiempo. El capitán extendió un recibo, y luego ordenó el arresto del alcalde, que fue enviado, con escolta, a la nueva comisaría de policía de Unter den Linden, en Berlín. La juerga autoritaria del capitán duró seis horas. Luego fue detenido, y condenado a cuatro años de cárcel. Su historia saltó a los titulares de todos los periódicos de Europa. Llovieron regalos para el preso y, al cabo de dos años, Voigt fue puesto en libertad. Hizo entonces una gira por Europa, vestido de capitán [...]. Pronto se convirtió en una leyenda. Hans Hyan escribió una comedia sobre él que se hizo famosa”.16


Como éste, numerosos casos de boutade muestran la fina línea que separa lo real de lo ficticio: en 1938, la emisión radiofónica de Orson Welles sobre La guerra de los mundos crea una ola de pánico en la sociedad, que cree en el texto como realidad hasta que el propio Welles lo desmiente. En 1967, el rumor de que Paul McCartney está muerto no es rechazado por los Beatles, sino que ayudan a alimentarlo hasta que, finalmente, lo desmienten. Otros casos, aunque fuera de un contexto pseudohumorístico, ilustran también el problema, como el del doble del general Montgomery que consiguió despistar a las tropas de su enemigo Rommel en el norte de África durante la Segunda Guerra Mundial.

Todos estos casos muestran que, en un sentido práctico, no hay una diferencia específica entre realidad y ficción (como sí la hay entre verdad y mentira, como se ha mencionado, por lo menos en el terreno proposicional), sino que, al contrario, éstas tienen la misma naturaleza y fácilmente se las puede confundir. ¿Cómo puede no ser así si un relato de ficción puede convertirse en realidad? Mediante un simple rumor, algo ficticio puede pasar a ser real.

Lo ficticio es representación o, desde el plano lingüístico en el que nos hemos situado, re-interpretación metaforizada; pero lo real, por lo dicho, también, aunque no en el sentido platónico. Lo que proponemos aquí es situar la realidad y la ficción en el mismo plano epistemológico, aunque en un diferente plano pragmático y moral. En nuestros quehaceres mundanos, en nuestra cotidianidad, será extremadamente útil establecer una frontera entre lo que es real y lo que no lo es.17 Ahora bien, en un sentido estricto, en tanto que los hechos están siempre filtrados por una subjetividad y que la comunicación parte de esta subjetividad, la única diferencia entre realidad y ficción será que la primera estará legitimada; la segunda no. Sin embargo, las dos serán reinterpretaciones metafóricas de una desconocida unión entre la psique y el mundo –aquí en un sentido estrictamente imperceptible, nouménico. Se evidencia en este camino que, en realidad, no existe tal diferencia substancial entre la interpretación del Arte y la del mundo.18 De alguna manera, ya la percepción del mundo es atribución simbólica a éste.

4. El arquetipo como elemento metaforizado

Con todo lo dicho, queda todavía el gran problema por resolver: hemos manifestado y aportado argumentos para justificarlo: la naturaleza del Arte es necesariamente ficticia. Si esta ficción que se da en las artes es metafórica, interpretación simbólica, ¿de dónde procede? ¿Cuál es el elemento metaforizado? Sin duda, no será lo que se designa como “mundo” (o lo que hasta aquí se ha mencionado como “realidad” en un sentido pragmático), ya que se ha eliminado desde la aparición de las vanguardias el concepto “mimesis” como esqueleto epistemológico a partir del cual se organiza y distingue la dualidad entre realidad y ficción. Además, éste es siempre también interpretado y funciona, por lo tanto, mediante los mismos mecanismos. Si planteamos el problema en otro contexto podríamos reflexionar sobre lo siguiente: en tanto que el emisor, por la propia naturaleza del lenguaje, debe transformar íntegramente sus ideas “reales” en ficción mediante una conversión metafórica, ¿cómo realiza el receptor el proceso inverso? ¿Mediante qué elementos se puede, desde la recepción, invertir el proceso y conseguir así la ilusión de realidad que, por ejemplo, en el caso del cine ya pretendió Méliès? La respuesta que se proyectamos aquí se articula a partir de un texto de Mircea Eliade:

“El recuerdo de un acontecimiento histórico o de un personaje auténtico no subsiste más de dos o tres siglos en la memoria popular. Esto se debe al hecho de que la memoria popular retiene difícilmente acontecimientos «individuales» y figuras «auténticas». Funciona por medio de estructuras diferentes; categorías en lugar de acontecimientos, arquetipos en vez de personajes históricos. El personaje histórico es asimilado a su modelo mítico, mientras que el acontecimiento se incluye en la categoría de las acciones míticas. [...]

Así habían bastado unos cuantos años para que, a pesar de la presencia del testigo principal [de la muerte de un hombre en la víspera de su boda], el acontecimiento se viera desprovisto de toda autenticidad histórica, para transformarse en un relato legendario: el hada celosa, el asesinato del novio, el descubrimiento del cuerpo inerme, el lamento, rico en temas mitológicos, de la prometida. [...] La muerte trágica de un joven en la víspera de su boda era algo diferente a la simple muerte por accidente; poseía un oculto sentido que sólo podía revelarse una vez integrado en la categoría mítica. [...] El mito era el que contaba la verdad: la historia verdadera no era sino mentira. El mito no era, por otra parte, cierto más que en tanto que proporcionaba a la historia un tono más profundo y más rico: revelaba un destino trágico. [...]

En numerosas tradiciones (en Grecia, por ejemplo), las almas de los muertos ordinarios no tienen «memoria», es decir, pierden lo que puede llamarse su individualidad histórica. [...] El hecho de que en la tradición griega sólo los héroes conserven su personalidad (es decir, su memoria) después de la muerte es de fácil comprensión: como durante su vida terrestre sólo realizó actos ejemplares, desde cierto punto de vista, esos actos fueron impersonales. [...]

¿Qué hay de «personal» y de «histórico» en la emoción que se experimenta escuchando la música de Bach, en la atención necesaria para la resolución de un problema de matemática, en la lucidez concentrada que presupone el examen de una cuestión filosófica cualquiera? En la medida en que se deja sugestionar por la «historia», el hombre moderno se siente menoscabado por la posibilidad de esa supervivencia impersonal. Pero el interés por la irreversibilidad y la «novedad» de la historia es un descubrimiento reciente en la vida de la humanidad. En cambio, [...] la humanidad arcaica se defendía como podía de todo lo que la historia comportaba de nuevo y de irreversible.”19


Sin embargo, la concepción arquetípica del mundo ha seguido vigente, sobretodo en el Arte, aunque fuera sólo en un plano latente, y ahora, parece que vuelve a emerger a la superficie a partir de la ausencia de metarrelatos con la que Lyotard describe el advenimiento de la postmodernidad que, como él mismo indica, “no es el fin del modernismo sino su estado naciente, y este estado es constante.”20 Cuando fracasa el proyecto moderno “de realización de la universalidad,”21cuando fracasan los metarrelatos que la filosofía de Hegel había totalizado, cuando “«Auschwitz» puede ser tomado como un nombre paradigmático para la «no realización» trágica de la modernidad,”22 es necesario retomar formas de relato que huyan de esa visión histórica de la “emancipación progresiva de la razón y de la libertad, emancipación catastrófica del trabajo (fuente de valor alienado en el capitalismo), enriquecimiento de toda la humanidad a través del progreso de la tecnociencia capitalista, e incluso, si se cuenta al cristianismo dentro de la modernidad (opuesto, por lo tanto, al clasicismo antiguo), salvación de las criaturas por medio de la conversión de las almas vía el relato crístico del amor mártir.”23 Formas de relato que huyan de esta imposición de la modernidad y que participen de la visión arquetípica (eidética24) del mundo, que no ilustra un pasado lineal enfocado al futuro progreso sino que muestra la misma estructura en la que se basa el mundo: la temporalidad circular es la que crea héroes reconocibles en todos los tiempos, portadores de valores universales.

Lo primero que llama la atención en la teoría de Eliade es que son precisamente las sociedades arcaicas (y posteriores: en realidad, hasta la Ilustración) las que adoptan este sistema arquetípico de ordenación epistémica, y no es hasta siglos más tarde, con Hegel como gran paradigma teórico, que, en cierta manera, el historicismo se impone al mundo. En términos filogenéticos, pues, la ordenación mental arquetípica sería natural, mientras que la consecución histórica de acontecimientos sería impuesta a partir de unos supuestos lógicos y, por tanto, artificial. Lo dicho puede aducir a pensar que existe un sustrato, más allá del pensamiento histórico característico del hombre moderno, que induzca a seguir en busca del arquetipo.

Por otro lado, se tiene constancia (y el texto de Lyotard aquí expuesto lo muestra con claridad) de la existencia de unos metarretatos que, más allá de los acontecimientos históricos, puntuales y cronológicamente ubicables, sirven de patrón para la malla construida socialmente en cada uno de los momentos históricos. Con ello, no inducimos a pensar que estos son los mitos a los que Eliade hace referencia, pero sí a percibir que existen (o, por lo menos, surge la posibilidad de que existan) diferentes capas de opciones interpretativas de los acontecimientos, que pueden sobreponerse las unas a las otras creando un tejido críptico.

Finalmente, debemos tener en cuenta, echando una ojeada al momento presente, que la interpretación mítica de acontecimientos y personajes es algo que no ha cesado –a pesar del historicismo– en el mundo del Arte (uno se puede remitir a la literatura, el cine, el pop o el surrealismo como ejemplos inmediatos). Al contrario, con frecuencia los creadores se apoderan de un personaje o de una situación cotidiana para transformarla en un símbolo, en un arquetipo capaz de moldear al receptor, ya que éste, desde el momento en que se percibe, contiene una enorme pluralidad de significados que inmediatamente salen a la luz. El hecho, el personaje, la situación; todos estos elementos quedan totalmente descontextualizados, desprovistos de su situación espacial y temporal, para interpretar tan sólo el papel de arquetipo, mucho más poderoso pues juega a ser universal. La recepción del espectador es inmediata, lo que demuestra que aunque el hombre moderno sea histórico, sigue teniendo un sustrato que, en tanto que heredero de sus ancestros, busca poderosamente el arquetipo simbólico que es susceptible de ascender su significado a la universalidad. De una manera similar, todo el Arte de hoy y de ayer, ha buscado la repetición de ese arquetipo que muestra el carácter cíclico del tiempo a través del universal, arquetipo repetido hasta la saciedad por estar en las mismas entrañas de lo humano. El perseguido elemento metaforizado no puede tener sino una fuerte carga arquetípica.

En la transformación metafórica, del Arte al submundo arquetípico, de los metarrelatos –en tanto que, también, ficciones– a la visión arquetípica del mundo, el Arte juega un papel crucial. A través del proceso de creación se consigue que cada obra sea portadora de una ficción a partir de la misma naturaleza metafórica del Arte. Sus dos citadas características – la artificialidad y la ficcionalidad–, son las que producen una representación metafórica del mundo a partir de la ficción, haciendo uso de una metáfora que, en tanto que re-presentación lingüística, impacta directamente, durante la recepción, en la memoria colectiva. Y es precisamente esta memoria colectiva que recolecta todos los elementos de la mitología de la representación y las ordena en la manera que describe Elíade. La visión arquetípica, por lo tanto, es creada a partir de este momento y es, a la vez, la que posibilitará toda creación posterior.

Notas

1 Rancière, Jacques, La división de lo sensible, Argumentos, Salamanca (2002), p. 60.

2 Lo “real”, que tiene existencia efectiva (1607, tomado del bajo latín “realitas”, derivado de “res”).

3 Rancière, op. cit., p. 61.

4 Ibid., p. 61.

5 “De todo lo que se ha dicho, resulta que la poesía no subsiste más que por imitación. Y lo mismo sucede con la pintura, la danza, la música: nada es real dentro de sus obras: todo es imaginado, copiado, artificial. Eso es lo que crea su carácter esencial por oposición a la naturaleza” (Batteux, Georges, Les Beaux Arts réduits à un seul principe, Durand, Paris (1746), p. 22.

6 Corominas, Joan, Breve diccionario etimológico de la Lengua Castellana, Gredos, Madrid (1973), p. 352.

7 Ibid., p. 29.

8 Ibid., p. 170.

9 Y no “representación”. Se marca aquí expresamente el término con un guión que evidencia el prefijo. El motivo de esta grafía es diferenciar el término, tal como aquí se expone, de la representación clásica de la que las vanguardias artísticas deseaban huir. El guión presupone una segunda vuelta sobre este concepto, en la que etimológicamente se intuye una interpretación hermenéutica (“re-presentación” en tanto que “re-interpretación”) y el momento temporal, presente, al que intrínsecamente va ligado.

10 Ibid., p. 532.

11 Cf. Puig Punyet, Enric, “Interpretació intersubjectiva del pronom “es” heideggerià”. Comprendre. Revista Catalana de Filosofia. 2007/1, año IX.

12 Aristóteles, Poética, Gredos, Madrid, 1457b.

13 Corominas, op. cit., p. 394.

14 Aristóteles, op. cit., 1406b.

15 Corominas, op. cit., p. 274.

16 Taylor, A. J. P. y Roberts, J. M., Historia Mundial del siglo XX, Vergara, Barcelona (1972), v.1, p. 107.

17 Y cuando aquí se haga referencia a “lo real”, excepto cuando se indique expresamente lo contrario, se hará en este sentido.

18 “Si nos atenemos a lo que dijo Borges, Dante escribió toda la Divina Comedia sólo para poder incluir en ella de vez en cuando escenas de sus encuentros con la irrecuperable Beatriz, cuya mirada solía colmarlo de intolerable beatitud. Beatriz que solía vestirse de rojo. Beatriz en la que había pensado tanto que le asombró considerar que unos peregrinos, que vio una mañana en Florencia, jamás habían oído hablar de ella. ¿Existió realmente Beatriz? La sobra de una ligera sospecha cae sobre ella. Y otra sobre Dante. ¿Acaso tenía recuerdos inventados? Mucho me temo que la autoficción la inventó Dante. «La verdad tiene estructura de ficción», decía Lacan. Y seguro que Dante habría suscrito perfectamente esta frase” (Vila-Matas, Enrique, “Autoficción”, pendiente por publicar).

19 Eliade, Mircea, El mito del eterno retorno, Alianza, Madrid (1972), pp. 50-55.

20 Lyotard, Jean-François, La postmodernidad, Gedisa, Barcelona (2003), p. 23.

21 Ibid., p. 30.

22 Ibid., p. 30.

23 Ibid., p. 29.

24 A propósito de la relación entre el arquetipo junguiano y el eidos platónico, cf. Jung, Carl Gustav, Los arquetipos y lo inconsciente colectivo, Obra completa 9/1, Trotta, Madrid (2002), pp. 74-75.



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