Posestructuralismo y estética: fundamentos y metáforas de la crítica del arte contemporáneo

 

Loredana Niculet




Fig. 1Martijn Hendriks – xxxxx In The Expanded Field, 2008. Apropiación del texto icónico de Rosalind Krauss en el que todas las palabras “arte” aparecen tachadas


1.La relevancia del pensamiento estructural para la interpretación del arte


El descentramiento posestructuralista producido en la epistemología – y previsto tanto por la crítica de la verdad en Nietzsche como por la crítica de la autopresencia en Freud y por la crítica de Derrida al modelo referencial del lenguaje – correspondería, en el arte, a la ruptura producida por los artistas de la alta modernidad.Muchos teóricos del arte de la segunda parte del siglo XX, como sería el caso de Rosalind Krauss e Yve-Alain Bois, analizaron la contribución del collage cubista en la subversión de la estructura tradicional en el campo del signo artístico. Para R. Krauss, el collage es “el primer ejemplo, en las artes pictóricas, de algo parecido a una exploración sistemática de las condiciones de representabilidad implicadas por el signo.” Al insertar en sus bodegones trozos de periódico, Picasso experimentaba con una pintura que ya no buscaba representar la realidad, sino que se reivindicaba a sí misma como realidad.

Los distintos enfoques posestructuralistas, similares en su doble tarea - la importancia del método y la vuelta al sujeto - fueron asimilados por la teoría como una base para la interpretación de las nuevas prácticas artísticas. Se acudió principalmente a la historia social del arte de corte marxista para atender a los contextos sociales, políticos y económicos del arte y al psicoanálisis, para explicar sus efectos en la psique individual y colectiva. Allí donde se querría aclarar la estructura intrínseca de la obra (no sólo para explicar cómo estaba culminada - en la versión formalista de este enfoque - sino también cómo significaba la obra - en su versión posestructuralista), se acudió al análisis semiótico (de tipo barthesiano, principalmente). A la vez, para abordar cuestiones relacionadas no sólo con la significación, sino también con el marco institucional de la producción de las obras que configura su significado y su valor, la teoría acudió al enfoque deconstructivo de tipo derridiano.

Frente a las prácticas artísticas heterogéneas emergentes en los sesenta - minimalistas, procesuales y performativas - explícitamente abiertas a cuestiones de contenido y de ideología, un enfoque formalista o morfológico ortodoxo se mostraba ineficaz, dado que se limitaba a “describir” la obra de arte en base a un planteamiento dicotómico de tipo “sí / no” o “correcto / incorrecto”, dejando del lado la “explicación” de su sentido o de sus condiciones en tanto que obra. Al centrarse, por ejemplo, en la solución formal de una pintura, a la que consideraba la posibilidad misma de la intencionalidad del artista y de la producción de significado, el formalismo morfológico ignoraba las implicaciones ideológicas y contextuales del arte.

El estructuralismo mostró a su vez sus limitaciones frente a las nuevas prácticas artísticas. Su utilidad en la interpretación de la obra de arte moderna fue innegable, dado que puso al descubierto la funcionalidad que lo ideológico desempeña respecto a los fines generales que las fuerzas del saber preestablecido acaban imponiendo. Al considerar la obra de arte como texto o sistema de signos, el crítico conseguía captar la organización interna de la obra en las oposiciones binarias - en otras palabras, en el modo en el que sus partes se reflejan e invierten mutuamente. Con todo esto, el enfoque estructuralista que iba en la línea de Saussure o de Levy-Strauss seguía siendo demasiado formalista, al entender el significado de la obra exclusivamente en dependencia de las relaciones internas de sus partes. Desde la perspectiva de la “corrección” del estructuralismo emprendido en la época por Jacques Lacan, Jacques Derrida y Roland Barthes, el interés del crítico por la realidad exterior y por los elementos miméticos de la obra de arte será sustituido por el interés hacia las ambigüedades de la misma. Los silencios en el lenguaje literario o en el musical, así como las ausencias icónicas en la imagen artística contemporánea, atraerán la atención hacia aquellos espacios inciertos que, al exigir al receptor que completara él mismo el significado de la obra, desestabilizan las jerarquías tradicionales del campo del signo.

Un aspecto revelante, en retrospectiva, del pensamiento estructural y de sus variantes “post” es su sustrato político. Aunque se presentó como un método formal y descriptivo, libre de todo compromiso ideológico, en realidad el estructuralismo estaba, tal como observaba recientemente Gianni Vattimo, profundamente ligado a un proyecto histórico. Su popularidad en los medios académicos y estudiantiles izquierdistas, a partir de los años sesenta, sería inexplicable si no fuera por sus fuertes implicaciones ideológicas. En el fondo, tanto el estructuralismo, como el posestructuralismo, prometían ser la modalidad más “democrática” de crítica - una circunstancia que no tiene por qué considerarse una contradicción interna del pensamiento estructural, sino su fuerza latente: lo que está aún vivo de la herencia estructuralista, según Vattimo, es precisamente “esta ligazón del análisis formalista de la obra literaria o artística a un proyecto de emancipación.” La crítica feminista, por ejemplo, estaría ligada a esta herencia.

Esta observación de Vattimo resulta relevante si pensamos que muchos discursos posmodernos trataron de reconciliar dos direcciones críticas que, en cierta medida, parecen refutarse una a la otra: el formalismo que está a la base del estructuralismo y el método marxista-historicista propio de la Escuela de Frankfurt. Esta tensión describiría, bastante fielmente, la experiencia de la crítica cultural en la segunda mitad del siglo pasado: el dogmatismo histórico de Hegel, Marx o Lukács habría sido desmentido por la reivindicación antropológica de la pluralidad de las culturas y de las formas de racionalidad.


2.La obra de arte como texto


El tipo de discurso de orientación posmoderna y posestructuralista abogado por Rosalind Krauss desde la tribuna de la revista OCTOBER ha buscado desde el comienzo un enfoque que sea a la vez pluralista y comprometido disciplinarmente e históricamente. El siguiente fragmento, extraído de la nota introductoria de R. Krauss y A. Michelson del primer número de OCTOBER, de 1976, resulta significativo en este sentido:


“Nuestro propósito no es perpetuar la mitología o hagiografía de la Revolución. Lo que intentamos es más bien abrir un debate sobre las relaciones entre las diferentes prácticas artísticas que surgen en nuestra cultura y, con esto, abrir la discusión sobre la relevancia que puede tener esta articulación sumamente problemática. Lo que quisiéramos en el fondo es reivindicar la actualidad del proyecto analítico inacabado del Constructivismo (…) para la interpretación de las prácticas estéticas del presente. ”


Serían dos los planteamientos que sustentan el programa aquí avanzado: la obra de arte como texto y como síntoma cultural y la importancia del método tanto para la práctica artística, como para su explicación teórica. La comprensión de la obra de arte como texto implica no sólo el carácter comunicante y documental de la obra (en el sentido en el que toda creación permite una reconstrucción histórica, aunque parcial, del contexto en el que ha sido creada) sino sobre todo la estructuración interna de la obra a modo de tejido polisémico de códigos. El referente directo para esta comprensión de la obra como texto sería Roland Barthes, invocado por R. Krauss ya desde la introducción a su libro La originalidad de la vanguardia y otros mitos modernos. Para explicar la obra de arte en términos de “texto” (y no de “organismo”), Barthes acude a la figura mitológica de la nave Argos que nunca se destruía, sino que se reconstruía permanentemente:


“La nave Argos

Imagen frecuente: la de la nave Argos (luminosa y blanca); los argonautas iban reemplazando poco a poco todas sus piezas, de suerte que al fin tuvieron una nave enteramente nueva, sin tener que cambiarle ni el nombre ni la forma. Esa nave Argos es muy útil: proporciona a la alegoría un objeto eminentemente estructural, creado no por el genio, la inspiración, la determinación, la inspiración, la evolución, sino por dos actos modestos (que no pueden captarse en ninguna mística de la creación): la sustitución (una pieza desplaza a otra, como en un paradigma) y la nominación (el nombre no está vinculado para nada a la estabilidad de las piezas): a fuerza de hacer combinaciones dentro de un mismo nombre, no queda ya nada del origen: Argos es un objeto que no tiene otra causa que su nombre, u otra identidad que su forma.”


Barthes desmitifica, de este modo, el acto creativo único, original e irrepetible, al señalar que un texto es constituido de un tejido polisémico de signos donde lo más importante no es el momento de la inspiración, sino las acciones menos grandilocuentes de seleccionar, escoger y combinar. La consideración, por parte de Barthes, de la polisemia como percepción diferenciada de los significados de la obra es un avance en relación a la postura estructuralista clásica, que pretendía una explicación unívoca de la obra. La noción de “mito” introducida por Barthes en Mitologías (1957) y descrita como un sistema de signos secundarios que se superpone a los lenguajes a fin de colmar las necesidades ideológicas primarias, reformula el modelo saussuariano del signo lingüístico. El potencial político de esta lectura consiste en el hecho de que el valor de la obra o su defendibilidad en términos críticos (su belleza, por ejemplo) se identifica con su capacidad de abrir infinitos horizontes de referencia y sentido. Si la obra tradicional, “orgánica”, se entendía como un todo estético y simbólico con un origen, un autor y un fin, la obra como texto apuntaría a un libre juego de significantes. Precisamente en esta polisemia residiría la posibilidad de la resistencia de la obra de arte frente a la ideología y a la industria cultural. Las obras del arte de vanguardia, basándose en procedimientos como el collage, el readymade o la heteronimia de la práctica en general, cuestionaron el principio de representación (sustentado en las ideas de autor, originalidad y plena autonomía), siendo ejemplos inmediatos de obras inorgánicas, antiestéticas o antimodernas, en las que se sobreponen una multitud de escrituras.

La reivindicación del Constructivismo Ruso por parte de Krauss y Michelson mencionadas arriba se inscribe en un proyecto crítico más general centrado en cuestiones de tipo político y social. Tanto el tipo de montaje cinematográfico de Eisenstein, como las esculturas-instalación de Tatlin y los montajes fotográficos de Rodchenko o de Popova, tienen el mismo carácter antiestético, siendo parte de una producción intelectual que buscaba orientarse hacia la vida y ser accesible para las masas. Como conjunto de fuerzas dinámicas, interdependientes y en tensión, el montaje vanguardista significa, para las co-editoras de OCTOBER, el nuevo mecanismo narrador y la nueva experiencia simultánea de la visión y de la comunicación en una sociedad posmoderna por venir. Gilles Deleuze, en su texto “En qué se reconoce el estructuralismo”, entendió también el pensamiento posestructuralista en términos de una productividad que es propia a nuestra época: “(…) el posestructuralismo no es sólo inseparable de las obras que crea, sino también de una práctica en relación a los productos que interpreta. El que esta práctica sea terapéutica o política señala un punto de revolución permanente o de transferencia permanente.” Desde esta perspectiva, la interpretación del arte no es tanto una descripción de una obra concreta - esto es, del objeto idealizado abstraído de su contexto de producción - sino una consideración de la práctica artística en conjunto con su historiografía y con los discursos vinculantes.

Además de su dimensión textual, la obra de arte moderna se revela como sintomática: no es sólo síntoma de crisis y de disolución social, sino también “inconsciente óptico” de una época que muchas veces no está “preparada” para entenderla. La comprensión de la obra de arte como síntoma se centra en los aspectos pulsionales e inconscientes no sólo del proceso creativo, sino también de su recepción, al ser constituida como una dualidad positivo-negativa: la obra es “por sí misma nociva” y engendra “las consecuencias que ella misma entraña, a saber, tanto positivas como negativas.” Esta comprensión de la obra de arte contradice a aquella más generalizada de la obra como belleza generadora de placer estético. La historia del arte, en este caso, se presenta como una suma de problemáticas y textos cuya ideología subyacente tiene que ser siempre cuestionada, deconstruida y contrastada con el presente de la práctica. Se impone, por tanto, el principio del anacronismo, basado en la narración del pasado a través de sus huellas en el presente, lo que lleva a una aproximación entre las disciplinas de la historia y de la crítica. El historiador del arte contemporáneo juega un papel destacado en la conformación del discurso artístico, la teoría crítica sirviéndole, para utilizar las palabras de Benjamin Buchloh, de antídoto contra los procesos de institucionalización de la historia. La crítica ideológica le serviría para desvelar a las “mitologías” actuales, dado que el lenguaje de la historia del arte no deja de ser, en el fondo, un lenguaje mítico.


3.La caja de herramientas como método crítico


En el uso, por parte de los teóricos de OCTOBER, del sofisticado instrumentario metodológico de base estructuralista - su pensamiento del arte sustentándose principalmente el psicoanálisis, el posestructuralismo, el formalismo y la historia social del arte - puede ser descrito como un disponer libre del corpus de teorías y conceptos a  modo de caja de herramientas (tool-kit). Según este uso metodológico, cabe la posibilidad no sólo de tomar un concepto, una idea, un texto o un autor como si se tratara de un destornillador para deshacer la complejidad de las prácticas artísticas, sino también la posibilidad de reconfigurar cada vez aquella caja de herramientas y señalar así la ideología que subyace en la aparente neutralidad de los conceptos y metodologías adoptadas. En una conversación con Marquard Smith de Journal of Visual Studies, Hal Foster pone así sobre la mesa su política metodológica: “No existe una teoría en sí; sino sólo modelos filosóficos, métodos teóricos, intervenciones críticas, diferentes recursos empleados de diferentes maneras  y en diferentes circunstancias (…) [recursos que] uno puede escoger en función de su formación  e intereses.” En una disciplina donde tanto las antiguas metanarrativas, como los criterios tradicionales han perdido su poder explicativo frente a la mayoría de las manifestaciones artísticas actuales, este protocolo metodológico de carácter contextual respondería a la necesidad de encontrar soluciones prácticas que organizasen y fundamentasen la complejidad de la práctica.

La metáfora del lenguaje como “caja de herramientas”, tal como aparece en las Investigaciones filosóficas (1953) de Wittgenstein, apunta a la morfología sincrónica y funcional del lenguaje, en contraste con la metáfora del lenguaje como una vieja ciudad, “un laberinto de pequeñas calles y plazas, de casas nuevas y viejas, de mansiones reconstruidas en diferentes épocas; y todo esto bordeado por una multitud de nuevos barrios de calles rectas y casas uniformes.” Lo que le interesaba a Wittgenstein destacar con la metáfora de la caja de herramientas era la regularidad de su aspecto y uso: las herramientas pueden estar (des)ordenadas según cualquier criterio (de orden práctico, estético, etc.), pero esto no interfiere en la regularidad de uso de las herramientas. Asimismo, el lenguaje, sea cual sea su gramática superficial convencional, posee una gramática profunda que regula su uso y que se podría entender mejor en conjunto con la metáfora de los “juegos del lenguaje”. En otras palabras, comprender un lenguaje no se consigue a modo de un acontecimiento interno en la mente, sino a modo de saber utilizarlo adecuadamente.

De mayor utilidad para el presente tema sería la metáfora foucaultiana de la caja de herramientas, planteada en el contexto del cuestionamiento de las pretensiones totalizantes de teorías globales como el psicoanálisis o el marxismo que, según Foucault, pueden tener un “efecto inhibitorio”. Para Foucault, la teoría no constituye sino “...una caja de herramientas...”, en la que “...se trata de construir no un sistema sino un instrumento...”. La búsqueda de este instrumentario “... no puede hacerse más que gradualmente, a partir de una reflexión (....) sobre situaciones dadas.” Foucault opone las teorías localizadas, regionales, a las teorías globales, en el mismo sentido en el en que opone el intelectual “específico” al intelectual “universal”. Con este giro no se trata de sustituir el conocimiento humanista o universal con un conocimiento especializado, sino con un conocimiento situado, contextual: “El papel de la teoría hoy me parece ser justamente éste: no formular la sistematicidad global que hace encajar todo; sino analizar la especificidad de los mecanismos del poder, percibir las relaciones, las extensiones, edificar avanzando gradualmente un saber estratégico.”

La metáfora foucaultiana de la “caja de herramientas” como una búsqueda de un punto de tránsito que haga posible un nuevo ángulo desde el cual pensar la realidad (esto es, las condiciones de posibilidad del saber) se podría conectar con la noción de parallax (paralaje) utilizada por Hal Foster para explicar en modo en que se pueden coordinar los ejes diacrónico (histórico) y sincrónico (social) en la comprensión y explicación del arte. La mirada “paraláctica” implica el aparente desplazamiento de un objeto causado por el movimiento real de su observador. Tomada junto a la “acción diferida”, esta noción tendría la ventaja de subrayar, en relación a la disciplina de la historia del arte, el hecho de que los marcos en los que encerramos el pasado dependen de nuestra posición en el presente y que, a la vez, nuestra posición en el presente viene definida por estos marcos, propios de cada tradición cultural.

Relevante en este punto sería también la idea de reciclaje tan invocada en la posmodernidad. En este caso, sin embargo, el reciclaje de teorías y conceptos no pretende ser “poshistórico”, no se quiere agotar en un más acá del decretado fin de la historia. De la misma manera en que Hal Foster ha defendido, desde la perspectiva de la crítica del arte, la posibilidad de un posmodernismo “resistente” frente a un posmodernismo “neoconservador”. Foster apunta a la posibilidad de un reciclaje “estratégico” de ideas y materiales (una labor constructiva que busca superar algo, pero que, al mismo tiempo, pretende “conservar” aquel algo que no obstante transforma) frente al reciclaje “nostálgico” (la “remasticación sin fin de lo obsoleto”). En el caso de la recuperación, en la teoría del arte contemporáneo, de conceptos obsoletos como algunos pertenecientes al vocabulario psicoanalítico - como es el caso  del concepto freudiano de “trauma” - o de la idea misma de vanguardia, por parte de algunos artistas de finales del los sesenta,  lo “reciclado” sería devuelto al ciclo productivo: una vez el residuo es convertido en recurso, vuelve generar diferencia.

Este concepto estratégico de reciclaje recuerda, en alguna medida, a la poética del bricolage, tal y como la definía Claude Lévi-Strauss en El pensamiento salvaje (1962). En su acepción más general, el bricolage es la construcción de algo con lo que se tiene a mano, un modo de comprender y controlar la realidad que Lévi-Strauss asociaba al pensamiento así llamado “primitivo”. Existen, según él, dos formas de pensar la realidad: la forma razonada propia del ingeniero (desde lo abstracto) y la forma analógica propia del bricoleur (desde lo concreto). Sin embargo, tal como mostró el antropólogo francés, la abstracción no es “un monotipo de la civilización”, así como tampoco es la mente salvaje inapta para el pensamiento conceptual, sino que su distinta taxonomía está íntimamente ligada con el mundo material. El concepto de bricolaje, en este caso, no sólo se refiere al “pensamiento de los salvajes”, sino también al “pensamiento salvaje en sí mismo”  (el “pensamiento no domesticado”, para utilizar las palabras de Dan Sperber ).

Derrida extiende esta noción antropológica al discurso en general: si llamamos bricolaje a la capacidad de prestar determinados conceptos del corpus de una tradición (que bien puede ser coherente como obsoleta), entonces se podría decir que todo discurso es bricoleur. El teórico bricoleur sería, en este caso, aquel que utiliza “los medios de abordo”, esto es, “los instrumentos que encuentra a su disposición alrededor suyo, que están ya ahí, que no habían sido concebidos especialmente con vistas a la operación para la que se hace que sirvan, y a la que se los intenta adaptar por medio de tanteos, no dudando en cambiarlos cada vez que parezca necesario hacerlo.” Así entendida, la metodología del bricolaje se conecta con la metáfora del mantenimiento de la nave Argos descrita por Roland Barthes, significando, tanto en su dimensión práctica, como modelo de creatividad, así como en su dimensión política, como crítica del discurso dominante, una práctica ligada a objetos y situaciones concretas. Según Derrida, en la misma idea del bricolaje hay una implícita crítica del lenguaje. En otras palabras, como “libre-juego” ligado a lo cotidiano, el bricolaje es en sí un lenguaje crítico. En este sentido, se podría afirmar, en la crítica cultural de tipo posmoderno prevalece la “función del bricolaje” como una forma propia de autorreflexividad. El planteamiento posmoderno “devuelve la práctica del bricolaje a un centro (criticalidad) - convirtiéndola así en una práctica instrumental. De esta manera, la función del bricolaje sustituye al bricoleur y a su práctica, introduciendo la figura del practicante crítico (…) Esta nueva subjetividad - ‘el practicante crítico’ - es una figura central en la práctica arquitectónica desde lo años ‘60 en adelante.”

A esta nueva epistemología, inspirada en el principio de estructura abierta, rizomática, sin regla a priori, se suman, a partir de los cincuenta, muchos autores posmodernos. Por ejemplo, el novelista Alain Robbe-Grillet entendía su escritura como el resultado de un camino no dogmático, esto es, como productividad: “la nueva novela no es una teoría, sino una investigación”. Este proceder, descrito como una búsqueda de caminos y posibilidades para cada situación, es un principio práctico de trabajo cuya potencialidad crítica reside en su propia provisionalidad. En este caso, la re-escritura del pasado es una contra-escritura (antimimética y antireferencial), un editar del presente como auto-bio-grafía (la propia grafía). En este re-escribir del pasado, la memoria y la elaboración serían tan sólo orientativos: no tanto un retorno a un origen, como un rastrear de un recorrido palimpséstico hasta el presente.

Para muchos críticos de la posmodernidad fue precisamente este carácter arbitrario de la metodología del bricolaje lo más cuestionable. Extrapolar párrafos enteros de otros textos sobre materias distintas a la del texto “huésped”, para variar completamente su sentido, sustituir completamente una palabra o su contexto, y dotar a este “irregular proceder” del rango del argumento, implicaría un notable peligro. Rosalind Krauss o el propio Fredric Jameson (que utiliza los esquemas categoriales lacanianos de la esquizofrenia  para explicar la construcción literaria posmoderna), procederían de un modo agresivo, en la medida en la que no buscan tanto conseguir, como los artistas del collage, un sinsentido con potencialidad crítica, sino aportar sentido, desde su propio interés, al texto adoptivo. Al limitar esta metodología crítica al marco de la narrativa norteamericana de las últimas décadas, Vicente Luis Mora afirma, en este sentido, que “el posmodernismo no es otra cosa que la sustitución contemporánea del nihilismo semántico moderno por el nihilismo técnico.” Por su parte, James Elkins, en una reseña del libro Belleza compulsiva de Hal Foster señala, como fallo metodológico, lo que él entiende como un uso contradictorio de los conceptos por parte del teórico de OCTOBER: el concepto de “trauma”, prestado de Freud, es utilizado a veces como si se tratara de un principio explicativo universal, mientras que otras veces se utiliza como algo histórico. Lo problemático, en este caso, sería la arbitrariedad en el uso de los conceptos, incongruente desde la perspectiva del principio lógico de la no-contradicción: en otras palabras, no se puede utilizar y a la vez criticar a Freud.



Fig. 2 Martijn Hendriks, Gradually, then suddenly (II), 2009


Frente a estas objeciones, Hal Foster entiende la metodología apropiacionista en la teoría del arte desde una perspectiva funcional o estratégica. Más que oportunista (en el sentido de la apropiación como una desterritorialización violenta de conceptos y argumentos pertenecientes a otros ámbitos), el uso estratégico del corpus teórico a modo de caja de herramientas es presentado como la búsqueda de una política o lógica de interpretación capaz, al producir nuevas diferencias, de hacer frente a la heterotopia propia del mundo del arte actual y a la fuerza centrípeta de la industria cultural. El uso bricoleur de la tradición teórica se vincularía así a la política más general del pensamiento “resistente” o “crítico”, autoconsciente y basado en la búsqueda de un discurso extrasistémico que, al menos desde la dialéctica hegeliana, se expresa como la instancia metacrítica o autorreflexiva del pensamiento mismo. Ahora bien, se ha señalado que el pretendido discurso crítico, resistente o emancipatorio, corre el riesgo - y en esto reside su carácter paradójico - de permanecer ciego a sus propias condiciones de producción como una clase más de discurso. De modo que, cabe preguntarse, ¿de qué sirve en el fondo el pensamiento lúcido si él mismo está destinado a ser reabsorbido por la industria cultural cuyo funcionamiento debería subvertir?

Si es verdad, por un lado, que el discurso autoconsciente será siempre reabsorbido por el sistema que lo genera, también se puede esperar que en algún lugar, en alguna región de ambigüedad máxima, el esfuerzo autocrítico pudiera estropear “la máquina de reabsorción, inutilizándola o paralizándola por más que temporalmente.” Si es cierto que la negación “no se libera de lo negado”, reconoce al menos algunos espacios donde el status quo sea resistido. Reescribir el pasado mediante una apropiación de algunos de sus conceptos obsoletos apuntaría, en este caso, no tanto a una recuperación del pasado o de la identidad perdida, sino a una forma de tomar distancia tanto frente al pasado como al presente. En esta perspectiva, incluso si lo quisiera, la reconstrucción del sentido original de algo (de una práctica histórica, de un concepto, etc.), es siempre una construcción - en parallax - de sus condiciones presentes, esto es, una resignificación del pasado para el presente. Al historiador más escrupuloso - si existiera - le pasaría lo mismo que a Pierre Menard en el cuento borgeano “Pierre Menard, autor del Quijote”: en su intento de recuperar el sentido original de la obra de Cervantes, la copia palabra por palabra y, sin preverlo, la trasforma, a raíz de cambios y transformaciones de orden epistémico, en una nueva obra, esto es, un nuevo texto.



NOTAS


[1]       Rosalind Krauss, La originalidad de la vanguardia y otros mitos modernos (1985), versión española de Adolfo Gómez Cedillo (Madrid: Alianza, Madrid, 1996) 51.

[2]  “La naturaleza democrática del estructuralismo significa también que cualquier clase de ‘forma simbólica’ puede ser vista estéticamente y estudiada en su significado: no sólo la Mona Lisa de Leonardo, sino también los dibujos animados, los iconos de la publicidad. No existe más la aristocrática diferenciación entre cultura  alta y cultura baja. Esto también es verdadero en cuanto a la relación entre diversas culturas y sociedades humanas: no existe superioridad del Occidente moderno frente a los 'primitivos' o al tercer mundo. Gianni Vattimo, “El estructuralismo y el destino de la crítica”, trad. Aldo Mazzucchelli, publicado inicialmente en Insomnia (85, 2004) y disponible en Henciclopedia [última consulta 22 agosto 2011]: http://www.henciclopedia.org.uy/autores/Vattimo/Vattimo1.htm

[3]  Rosalind Krauss y Anette Michelson, “About October”, OCTOBER, vol. 1, 1976, 3-5.

[4]  Roland Barthes, Roland Barthes por Roland Barthes, trad. de Julieta Sucre (Barcelona: Editorial Kairos, 1978) 50-51.

[5]  Anna María Guasch, El arte último del siglo XX. Del posminimalismo a lo multicultural (Madrid: Alianza Forma, 2001) 382.

[6]  Gilles Deleuze, “En qué se reconoce el estructuralismo”, en Historia de la filosofía. Ideas, doctrinas, tomo IV, “La filosofía de las ciencias sociales”, F. Chatelet (ed.) (Madrid: Espasa-Calpe, 1976) 568-599.

[7]  Jaques Lacan, El seminario. Libro 7: La ética del psicoanálisis (1959-1960) (Buenos Aires: Paidós, 1990) 152.

[8]  Hal Foster en conversación con Marquard Smith, “Polemics, Postmodernism, Immersion, Militarized Space”, Journal of Visual Studies, 320-335.

[9]  Véase L. Wittgenstein, Investigaciones filosóficas, trad. Alfonso García Suárez y Ulises Moulines (México: Universidad Nacional Autónoma. Instituto de Investigaciones Filosóficas; Barcelona: Crítica, 1988) 11, 18.

[10]  Michel Foucault, “Los intelectuales y el poder. Conversación entre Michel Foucault y Gilles Deleuze” (1972), en Microfísica del poder, trad. Julia Varela y Fernando Alvárez-Uría (Madrid: Las Ediciones de la Piqueta, 1979) 77-87.

[11]  Hal Foster, El retorno de lo real. La vanguardia a finales de siglo, trad. de Alfredo Brotons Muñoz (Madrid: Akal, 2001) X.

[12]  Dan Sperber, “Claude Lévi-Strauss”, Structuralism and Since: From Lévi-Strauss to Derrida, John Sturrock (ed.), (Oxford, UK: Oxford University Press, 1979) 27.

[13]  Jacques Derrida, “La estructura, el signo y el juego en el discurso de las ciencias humanas”, en La escritura y la diferencia (Barcelona: Editorial Anthropos, 1989) 391.

[14]  Véase Patricio del Real, “Slums Do Stink: Artists, Bricolage, and Our Need for Doses of ‘real’ Life”, en Art Journal  67, (primavera de 2008) 82-99; una traducción en castellano de Jesús Palomino está disponible en [última consulta 22 agosto 2011]: http://www.jesuspalomino.com/Comunes/DocPress/08-09-15_Misc.pdf

[15]  Véase Alain Robbe-Grilet, “Nouveau roman, home nouveau”, en Pour un nouveau roman (Paris: Minuit, 1963) 114.

[16]  Véase Vicente Luis Mora, “Posmodernidad? Narrativa de la imagen, next-generation y razón catódica en la narrativa contemporánea”, publicado en Figures of Belatedness. Postmodernist Fiction in English, Javier Gascueña Gahete y Paula Martín Salván (eds.) (Córdona: Universidad de Córdoba 2006) 275-305.

[17]  James Elkins, “Compulsive Beauty”, reseña del libro de Hal Foster, en Art Bulletin, vol. LXXVI  (nº 3 de 1994), 546-458.

[18]  Frente al conjunto jerárquicamente organizado que caracterizaba al territorio medieval, la ciudad actual sería, según Foucault, “el espacio en el que vivimos (...) un espacio heterogéneo. En otras palabras, no vivimos en una especie de vacío, dentro del cual localizamos individuos y cosas (...) vivimos dentro de una red de relaciones que delinean lugares que son irreducibles unos a otros y absolutamente imposibles de superponer”, Foucault, “Of other spaces”, Diacritics, Vol 16 (enero de 1986) 22-27.

[19]  Véase Alberto Moreiras, “Fragmentos globales: latinoamericanismo de segundo orden”, en Teorías sin disciplina (latinoamericanismo, poscolonialidad y globalización en debate, Santiago Castro-Gómez y Eduardo Mendieta (eds.) (México: Miguel Ángel Porrúa, 1998), disponible en [última consulta 22 agosto 2011]: http://www.ensayistas.org/crítica/teoría/castro/