EDITORIAL



Un fantasma recorre el mundo del arte contemporáneo, un fantasma burlador, sutil y traicionero, un fantasma que ante nuestros ojos transfigura el Arte en arte, el fantasma de la neutralización. Las obras que quisieron o aún quieren cambiar el mundo, así las que quieren desbordarlo desde dentro como aquellas que se le oponen frontalmente y lo fustigan y condenan, acaban recicladas como arte fetichizado, esto es, como mercancía, como imagen estetizada, coleccionable y museable, depotenciada en el mejor de los casos de buena parte o incluso toda su fuerza crítica y subversiva. Pensemos en las obras críticas, exploradoras y subvertidoras de una Ana Mendieta o de un Leon Golub, de Barbara Kruger o de Jenny Holzer. Más allá de las intenciones originarias de dichos artistas,¿hay hoy alguna diferencia entre un Mendieta o un Golub y un Koons o un Murakami? Las fotografías de Mendieta en una supuesta situación de violación son hoy en día objeto de un selecto tráfico comercial de la mano de la Galerie LeLong, una de las más distinguidas galerías neoyorquinas que sólo comercia con los nombres más cotizados. Cualquier rico coleccionista puede hoy comprarse esas fotografías de Mendieta para colgarlas en su salón o su estudio en la seguridad que ha hecho una buena inversión en una artista clásica del arte feminista de la primera fase del posmodernismo. “Compro, luego existo”, una obra de Kruger crítica con el capitalismo sirve para ilustrar bolsas de compra de una tienda chic de diseño de lujo del Paseo de Gracia de Barcelona. Y las proyecciones luminosas de Jenny Holzer con sentencias políticamente críticas sirven para dar un toque de corrección a los espectáculos de las fiestas veraniegas de las ciudades cultas y distinguidas donde se consumen ríos de champán, toneladas de langosta y kilos de cocaína. Las obras de arte político se venden y compran como mercancías que son, acaban coleccionadas por agentes económicos privados como inversión y como símbolo de status, o se hallan expuestas en los centros de arte que se encuentran en todas las ciudades ricas y cultas del mundo, o con aspiraciones a serlo. 

Y hay otros fenómenos más sutiles. Las obras de aquellos artistas que entre los años sesenta y los ochenta, en ese extraño momento del acabamiento de las vanguardias, todavía tan oscuro para la teoría, aquellos artistas que se dedicaron a atacar el concepto dominante aún de arte aurático y que, como Robert Morris, Donald Judd o Richard Long, desplegaron su ingenio en una obra de resistencia y crítica, ven hoy sus obras coleccionadas y expuestas como los vermeers y los manets, fetiches objeto de culto. Incluso la obra de aquellos más refractarios y difíciles representantes de la “crítica institucional”, Marcel Broodthaers o Georges Brecht, por ejemplo, quienes combatieron sin desfallecer  las instituciones del mundo del arte, especialmente el museo, son objeto hoy de veneración en los grandes museos de arte contemporáneo que les organizan ¡“heterospectivas”!

¿Hay alguna escapatoria a esta tendencia o es un destino inevitable? Si ese fuera el destino inevitable de todo arte crítico, social o políticamente comprometido, entonces la neutralización sería un fenómeno menos interesante de lo que es. Sin embargo, la verdad es que este destino no es inevitable: la obra crítica de Goya o la de Picasso, como las de Otto Dix, Dennis Hopper o Francis Bacon,  conservan muy fresca su fuerza, aunque no esté muy claro por qué. Aspectos de los fenómenos de neutralización, estetización y depotenciación son analizados por algunos de los textos recogidos en este tercer número de Disturbis. Apenas hemos empezado a pensar el problema.




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DISTURBIS
Publicación periódica del Máster de Estética y Teoría del Arte Contemporáneo

Núm. 3  Primavera de  2008